viernes, 28 de diciembre de 2012

1 de enero: María, Madre de Dios

 
El primero de enero celebramos a María como Madre de Dios. María fue la elegida para ser Madre de Cristo
 
 
El primero de enero celebramos a María como Madre de Dios.
María fue la elegida para ser Madre de Cristo y aceptó esta misión al decir “sí” a Dios. Festejamos el tener una Madre en el cielo que nos ayuda y auxilia en nuestras necesidades y nos ama.
Un poco de historia
Todo año que se inicia es “Año del Señor”. Sólo con Él se construye el puente que nos conduce del tiempo a la eternidad. Este día, como todos los demás días, debemos rezar a Dios con infinita confianza. Nuestra vida espiritual debe crecer cada año que pasa. Por esto hoy, que es el primer día del año, le pedimos a María Santísima que nos ayude a lograrlo.
Este día es día de precepto, hay que ir a misa. La misa está dedicada a honrar a María, Madre de Dios y de la Iglesia.
María Madre de Dios. María era una joven Israelita que vivía en Nazaret de Galilea y, como todos los Israelitas, esperaba que se cumpliera la promesa de Dios de mandar un Salvador al mundo. María no era una mujer como todas, pues desde siempre Dios había pensado en ella y había nacido sin pecado original.
El Papa Juan Pablo II a lo largo de su Pontificado nos recordó constantemente la grandeza de María. Nos recuerda que estamos bajo la protección de María que es Madre de Dios y Madre Nuestra. Gracias al “sí” de María, Dios se hizo hombre.
Con su respuesta, María cambió el rumbo de la historia. Dijo “sí” aceptando con alegría la voluntad de Dios, entregándose a sí misma como colaboradora de Dios y de su plan de salvación.
María fue la elegida para ser la Madre de Dios y ella respondió al llamado “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
La Virgen María nos ayuda a vencer la tentación, conservar el estado de gracia y la amistad con Dios para poder llegar al Cielo.
Si elegimos vivir como hijos de María debemos adoptar varias actitudes:
Abrirle nuestro corazón a su amor:
Es dejarnos querer, abandonarnos a su cuidado con total confianza. Ella no se desanima a pesar de nuestros caprichos y debilidades.
Mirarla como nuestra Madre:
Hablarle de nuestras alegrías y penas, contarle nuestros problemas y pedirle ayuda para superarlos.
Demostrarle nuestro cariño:
Hacer lo que a Ella le gustaría que hicieras, que es lo que Dios quiere de nosotros. Acudir a Ella a lo largo del día nos puede ayudar grandemente.
Confiar plenamente en ella:
Todas las gracias que Jesús nos da pasan por las manos de María, y ella mejor que nadie intercede ante su Hijo por nuestras necesidades.
Imitar sus virtudes:
Es la mejor manera de demostrarle nuestro amor.
Debemos aprovechar esta fiesta para ofrecerle a la Virgen el año que comienza, para pedirle su ayuda de Madre para vencer las dificultades y agradecerle su presencia y cuidado maternal en cada momento de nuestras vidas. Al acudir a la Eucaristía, donde está Dios vivo, pedirle que nos ayude a permanecer cerca de María todo el año, porque fue Él quien nos la dio como madre desde el pie de la cruz.
Algunas personas te dirán que María no es especial, que eso de que fue Virgen y tal es cuento. Recuerda que fue Jesús mismo quien nos la dejó como Madre (Jn 19, 25-27). Además, honrar a la Madre es siempre dar gusto al Hijo. A Jesús pues, le agrada cuando decimos cosas bonitas de María, como es el “Ave María” del Rosario.
Oración
Te pido Señor vivir mi vida siempre muy cerca de Ti y de la Santísima Virgen, tu Madre a quien nos encargaste.
El 1 de enero de 2012 se celebró también la Jornada Mundial de la Paz con el lema "Educar a los jóvenes para la justicia y para la paz".
Fuente: Catholic.net
Editado por Antonio
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CON JESÚS EN MI VIDA

jueves, 20 de diciembre de 2012

Homilía de Navidad de 2006 de Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas!
Acabamos de escuchar en el Evangelio lo que en la Noche santa los Ángeles dijeron a los pastores y que ahora la Iglesia nos proclama: « Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis una señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre » (Lc 2,11s.). Nada prodigioso, nada extraordinario, nada espectacular se les da como señal a los pastores. Verán solamente un niño envuelto en pañales que, como todos los niños, necesita los cuidados maternos; un niño que ha nacido en un establo y que no está acostado en una cuna, sino en un pesebre. La señal de Dios es el niño, su necesidad de ayuda y su pobreza. Sólo con el corazón los pastores podrán ver que en este niño se ha realizado la promesa del profeta Isaías que hemos escuchado en la primera lectura: « un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva al hombro el principado » (Is 9,5). Tampoco a nosotros se nos ha dado una señal diferente. El ángel de Dios, a través del mensaje del Evangelio, nos invita también a encaminarnos con el corazón para ver al niño acostado en el pesebre.
La señal de Dios es la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de Dios es que Él se hace pequeño por nosotros. Éste es su modo de reinar. Él no viene con poderío y grandiosidad externas. Viene como niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace niño. No quiere de nosotros más que nuestro amor, a través del cual aprendemos espontáneamente a entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad: aprendamos a vivir con Él y a practicar también con Él la humildad de la renuncia que es parte esencial del amor. Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo. Los Padres de la Iglesia, en su traducción griega del antiguo Testamento, usaron unas palabras del profeta Isaías que también cita Pablo para mostrar cómo los nuevos caminos de Dios fueron preanunciados ya en el Antiguo Testamento. Allí se leía: « Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado» (Is 10,23; Rm 9,28). Los Padres lo interpretaron en un doble sentido. El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance. Dios nos enseña así a amar a los pequeños. A amar a los débiles. A respetar a los niños. El niño de Belén nos hace poner los ojos en todos los niños que sufren y son explotados en el mundo, tanto los nacidos como los no nacidos. En los niños convertidos en soldados y encaminados a un mundo de violencia; en los niños que tienen que mendigar; en los niños que sufren la miseria y el hambre; en los niños carentes de todo amor. En todos ellos, es el niño de Belén quien nos reclama; nos interpela el Dios que se ha hecho pequeño. En esta noche, oremos para que el resplandor del amor de Dios acaricie a todos estos niños, y pidamos a Dios que nos ayude a hacer todo lo que esté en nuestra mano para que se respete la dignidad de los niños; que nazca para todos la luz del amor, que el hombre necesita más que las cosas materiales necesarias para vivir.
Con eso hemos llegado al segundo significado que los Padres han encontrado en la frase: « Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado ». A través de los tiempos, la Palabra que Dios nos comunica en los libros de la Sagrada Escritura se había hecho larga. Larga y complicada no sólo para la gente sencilla y analfabeta, sino más todavía para los conocedores de la Sagrada Escritura, para los eruditos que, como es notorio, se enredaban con los detalles y sus problemas sin conseguir prácticamente llegar a una visión de conjunto. Jesús ha «hecho breve» la Palabra, nos ha dejado ver de nuevo su más profunda sencillez y unidad. Todo lo que nos enseñan la Ley y los profetas se resume en esto: « Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente… Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Mt 22,37-39). Esto es todo: la fe en su conjunto se reduce a este único acto de amor que incluye a Dios y a los hombres. Pero enseguida vuelven a surgir preguntas: ¿Cómo podemos amar a Dios con toda nuestra mente si apenas podemos encontrarlo con nuestra capacidad intelectual? ¿Cómo amarlo con todo nuestro corazón y nuestra alma si este corazón consigue sólo vislumbrarlo de lejos y siente tantas cosas contradictorias en el mundo que nos oscurecen su rostro? Llegados a este punto, confluyen los dos modos en los cuales Dios ha "hecho breve" su Palabra. Él ya no está lejos. No es desconocido. No es inaccesible a nuestro corazón. Se ha hecho niño por nosotros y así ha disipado toda ambigüedad. Se ha hecho nuestro prójimo, restableciendo también de este modo la imagen del hombre que a menudo se nos presenta tan poco atrayente. Dios se ha hecho don por nosotros. Se ha dado a sí mismo. Por nosotros asume el tiempo. Él, el Eterno que está por encima del tiempo, ha asumido el tiempo, ha tomado consigo nuestro tiempo. Navidad se ha convertido en la fiesta de los regalos para imitar a Dios que se ha dado a sí mismo. ¡Dejemos que esto haga mella en nuestro corazón, nuestra alma y nuestra mente! Entre tantos regalos que compramos y recibimos no olvidemos el verdadero regalo: darnos mutuamente algo de nosotros mismos. Darnos mutuamente nuestro tiempo. Abrir nuestro tiempo a Dios. Así la agitación se apacigua. Así nace la alegría, surge la fiesta. Y en las comidas de estos días de fiesta recordemos la palabra del Señor: «Cuando des una comida o una cena, no invites a quienes corresponderán invitándote, sino a los que nadie invita ni pueden invitarte» (cf. Lc 14,12-14). Precisamente, esto significa también: Cuando tú haces regalos en Navidad, no has de regalar algo sólo a quienes, a su vez, te regalan, sino también a los que nadie hace regalos ni pueden darte nada a cambio. Así ha actuado Dios mismo: Él nos invita a su banquete de bodas al que no podemos corresponder, sino que sólo podemos aceptar con alegría. ¡Imitémoslo! Amemos a Dios y, por Él, también al hombre, para redescubrir después de un modo nuevo a Dios a través de los hombres.
Finalmente, se manifiesta un tercer significado de la afirmación sobre la Palabra hecha «breve» y «pequeña». A los pastores se les dijo que encontrarían al niño en un pesebre para animales, cuyo cobijo normal es el establo. Leyendo a Isaías (1,3), los Padres han deducido que en el pesebre de Belén había un buey y una mula. E interpretaron el texto en el sentido de que estos serían un símbolo de los judíos y de los paganos –por lo tanto, de la humanidad entera–, los cuales precisan de un salvador, cada uno a su modo: del Dios que se ha hecho niño. Para vivir, el hombre necesita pan, fruto de la tierra y de su trabajo. Pero no sólo vive de pan. Necesita sustento para su alma: necesita un sentido que llene su vida. Así, para los Padres, el pesebre de los animales se ha convertido en el símbolo del altar sobre el que está el Pan que es el propio Cristo: la verdadera comida para nuestros corazones. Y vemos una vez más cómo Él se hizo pequeño: en la humilde apariencia de la hostia, de un pedacito de pan, Él se da a sí mismo.
De todo eso habla la señal que les fue dada a los pastores y que se nos da a nosotros: el niño que se nos ha dado; el niño en el cual Dios se ha hecho pequeño por nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de mirar esta noche el pesebre con la sencillez de los pastores para recibir así la alegría con la que ellos tornaron a casa (cf. Lc 2,20). Roguémoslo que nos dé la humildad y la fe con la que san José miró al niño que María había concebido del Espíritu Santo. Pidamos que nos conceda mirarlo con el amor con el cual María lo contempló. Y pidamos que la luz que vieron los pastores también nos ilumine y se cumpla en todo el mundo lo que los ángeles cantaron en aquella noche: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor». ¡Amén!
Benedicto XVI
Basílica Vaticana
Domingo 24 de diciembre de 2006
Editado por Antonio
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CON JESÚS EN MI VIDA

jueves, 6 de diciembre de 2012

El Año de la Fe, los cristianos y la familia

Hace exactamente un año el Santo Padre Benedicto XVI convocaba a los hijos de la Iglesia a vivir y a celebrar un Año de la Fe. El anuncio tuvo la anticipación suficiente como para prepararnos y profundizar en el precioso don de Dios de la fe cristiana, vivida en la gran familia de Jesús, la Santa Iglesia. Este don divino nos pide, a su vez, una respuesta viva, entusiasta, libre y coherente, plena de amor sincero, que llamamos “la respuesta de la fe”.
La Carta Apostólica del Papa para este Año de gracia y misericordia lleva como título “La Puerta de la Fe”. Recuerda a los apóstoles Pablo y Bernabé al regresar de un largo viaje evangelizador y relatar a la comunidad cristiana de Antioquía cómo Dios había “abierto a los paganos la puerta de la fe” (Cf. Hech 14,27).
La fe nos lleva a la amistad con Dios. Es una puerta siempre abierta. Se cruza su umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia en el corazón y nos dejamos plasmar por la gracia que nos transforma en discípulos de Jesús. Significa emprender un camino para toda la vida. Comienza con el Bautismo, con el que podemos tratar a Dios como “Padre”, y concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, para participar en la gloria y en el gran amor divino a cuantos creen en Jesucristo (Cf. Porta Fidei 1).
El Sucesor de Pedro nos alienta a redescubrir el camino de la fe y llenar de alegría el encuentro personal con Cristo (Cf. Porta Fidei 2). En el Himno del Año de la Fe nos unimos a la petición de los apóstoles hacia Jesús: Audage nobis fidem! Señor, ¡auméntanos la fe! (Lc 17, 5). Ayúdanos a ver la vida con tus ojos, a querer a con tu mismo corazón, a hacer realidad en el mundo las riquezas del Evangelio.
La fe es don de Dios que echa raíces en el alma y procura dar frutos de vida en otros corazones y en otros ambientes. Así es la vida del cristiano y la misión de la Iglesia a través de los tiempos. Jesús nos recuerda que somos “sal de la tierra” (Mt 5,13), que da sabor cristiano a este mundo nuestro; que somos “luz del mundo” (Mt 5, 14), que ilumina el camino hacia Dios y hacia la felicidad. Y con un entusiasmo contagioso también Jesús nos desafía: “Brille vuestra luz ante los hombres de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16).
Con alegría puedo decir que en la Iglesia en San Juan se ha escuchado la voz del Papa convocándonos al Año de la Fe. He encontrado corazones dispuestos, un clima de oración, de estudio y profundización en los contenidos de la fe, para comenzar con entusiasmo este tiempo de gracia. Como obispo quisiera agradecer y felicitar a mis hermanos sacerdotes y diáconos, a las diversas parroquias y comunidades cristianas, al seminario, a las comunidades religiosas, a todo el Pueblo santo de Dios y a las diversas instituciones y movimientos apostólicos, los pasos que han dado para esta invitación del Señor a través del Papa.
¿Por qué un Año de la Fe? Hoy se cumplen 50 años del inicio de un hito importante en la historia de la Iglesia de nuestro tiempo: el Concilio Vaticano II. Sus frutos y sus cualificados aportes doctrinales son normativos para la Iglesia Católica en su camino de renovación en santidad y en espíritu evangelizador. Desconocer esa riqueza sería como colocarse “fuera de la Iglesia”. Asimilar esta riqueza es el camino por delante. También conmemoramos 20 años de un fruto fecundo del Concilio: la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica, valorado por quienes quieren profundizar en su fe y conocer más al Dios del amor y la verdad, y como instrumento imprescindible para una buena catequesis. Hoy también comienza en Roma el Sínodo de Obispos para profundizar en la nueva evangelización que necesita el mundo y la Iglesia tiene la misión de brindar.
Pero hay un motivo más profundo. Si abrimos bien los ojos, veremos cuánta necesidad de Dios hay este mundo nuestro, cuánta necesidad del Dios que puede saciar los anhelos más profundos del corazón humano y sus ansias de bien, de verdad, de justicia y de eternidad. Los variados ídolos falsos sólo pueden generar entusiasmos fugaces, para paso al escepticismo y a la frustración. Muchos corazones y ambientes muy variados no conocen aún al verdadero Dios, sino sólo una falsa caricatura suya. Quizá también lo vean así, con honestidad pero equivocados, algunos que se consideran formalmente cristianos, pero no conocen al verdadero Jesucristo que dio la vida por nosotros y resucitó glorioso porque es Dios. ¡Cuánta fe y cuánta tarea evangelizadora se apoya sobre los hombres de los hijos e hijas de Dios!
El mundo es bueno, porque salió de las manos de Dios. Pero nuestros pecados, mentiras e injusticias lo ensucian y enrarecen. A los falsos valores culturales de moda les molesta hasta la simple mención de Dios, que ha sido, es y será siempre “fuente de toda razón y justicia”. La negación de Dios termina acorralando la libertad, aumentando las injusticias y degradando la dignidad humana.
Por eso, hermanos míos, es necesario aderezar con nuevo entusiasmo la luz de la fe, que nos muestra la belleza y la inmensidad del Dios del amor. Hemos recibido gratuitamente ese don, sin mérito alguno, y tenemos la bendita obligación de darlo a conocer, sin distinciones ni clasificaciones. Así lo recordaba Benedicto XVI a millones de jóvenes en la última Jornada Mundial de la Juventud, animándoles a dar testimonio de la fe en los ambientes más diversos, incluso cuando hay rechazo o indiferencia: “No se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás. No se guarden a Cristo para ustedes mismos. Comuniquen a los demás la alegría de la fe. El mundo necesita ese testimonio, el mundo necesita a Dios”[1].
Las palabras de Jesús a sus discípulos nos impulsan a ser testigos coherentes del amor de Cristo: “para que el mundo crea y conozca que Tú –Padre mío– me has enviado; para que el mundo conozca que Tú también los has amado a ellos, como me amaste a mí” (Cf. Jn 17, 21.23).
 
Quisiera alentar a ustedes a adentrarse en las enseñanzas del Papa en la Carta Porta Fidei. Es breve, sencilla y comprometedora. Nos ayudará a fijar la mirada en Jesucristo y a contagiar la fe; a valorar más la Palabra de Dios; a avanzar en una sincera conversión en la verdad; a saborear el Credo como expresión viva de nuestra fe. También nos permitirá valorar mejor la historia de nuestra fe y la sencilla historia de la propia fe personal. Asimismo, nos ayudará a comprender la profunda armonía que existe entre la verdadera ciencia y la correcta reflexión de la fe, pues ambas –fe divina y ciencia humana- tienen una única fuente que es Dios, que se expresa en las cosas creadas y en su revelación divina. Les recomiendo también redescubrir el Catecismo de la Iglesia y la valiosa riqueza del Concilio Vaticano II.
En esa carta, el Papa nos transmite la pregunta del apóstol Santiago sobre las obras de la fe: “¿De qué sirve decir que uno tiene fe, si no tiene obras?” Y responde: “Muéstrame, si puedes, tu fe sin las obras. Yo, en cambio, por medio de las obras, te demostraré mi fe” (Cf. Sgo 2,18, Porta Fidei 14).
La fe es un acto de libertad que lleva a exclamar con convicción: Creo, creemos. Luego profundizamos en ella a través de la Sagrada Escritura y su expresión en el Magisterio y en el Catecismo de la Iglesia. Y como consecuencia inmediata, surge el entusiasmo de vivir la fe y vivir de fe, en la vida diaria, en todas nuestras obras, en el amor en la familia, en el trabajo y el descanso, en la alegría y el dolor, en el deseo de que muchos otros conozcan y amen a Jesucristo. ¡Cuántas “obras de fe” se espera de nosotros, por ejemplo, en las responsabilidades ciudadanas, en la solidaridad con hermanos con tantas necesidades materiales o espirituales…!
Hay también otras obras de la fe más interiores y silenciosas, que es necesario acometer personalmente con decisión y valentía: una mayor fidelidad a Dios y a nuestra misión; una oración más constante, una caridad más solidaria, un corazón más puro y limpio, un amor más fuerte, un mayor compromiso con la verdad y la justicia, una honestidad más exigente, y la valentía para no esclavizarnos por lo que se denomina “políticamente correcto”, en detrimento de la verdad. Y podrían continuar…
Que podamos decir, cada uno de nosotros, y toda nuestra Iglesia: por mis obras, por nuestras obras llenas de verdad podemos expresar el tesoro de la fe, con sinceridad, verdad y caridad.
Habitualmente recibimos la fe cristiana a través de quienes más nos quieren. Los caminos de Dios pueden ser muy variados, pero casi siempre es la familia quien, junto con la vida, transmite el amor y la fe. ¡Qué bendición de Dios es para los hijos y los nietos la fe en Jesucristo aprendida y vivida en el hogar! Así lo hacía el antiguo pueblo judío, como lo recuerda el texto bíblico (Dt 6, 4-13), y así lo hace el pueblo cristiano.
La fe compartida en familia de padres a hijos y nietos, entre hermanos y familiares, es como abrir el hogar a la bendición de Dios. Una breve y sencilla oración en familia, ¡cuánto acerca los corazones y ayuda a la fidelidad y al amor, y nos más padres, más hijos, más hermanos,… más familia, más pequeña Iglesia hogareña y más Iglesia de Dios: una, santa, católica y apostólica!
La fe en la familia ayuda a comprender mejor el maravilloso rol del padre y de la madre en la formación y educación de los hijos, ayudados –pero no reemplazados– por las instituciones de enseñanza. Porque la fe cristiana es la mejor herencia para los hijos y nietos, para hermanos y amigos. Una herencia que no la atacan los ladrones ni la polilla,… ni la inflación. Además, lo que se siembra en el corazón de los hijos en nombre de Dios, tarde o temprano da su fruto. El Año de la Fe debe ayudar a muchas familias a comprender la importancia de transmitir la riqueza de la fe en el hogar y compartirlo con otras familias.
Muchas otras riquezas podríamos ir desgranando sobre el Año de la Fe, y así lo iremos haciendo todos. Tenemos por delante un año singular compuesto de 13 meses, que suman un total de 403 días. Culminará el 24 de Noviembre de 2013, día de Jesucristo Rey del Universo. Quizá ese día nos encontremos en Caucete, pues es la fecha de su multitudinaria fiesta patronal.
Aprovechemos bien este Año, sin distraernos. Cada semana, cada jornada, cada momento, puede ser importante para el encuentro vivo con Jesucristo, ya sea en la oración personal o familiar, en la celebración eucarística y en la adoración a Jesús en el sagrario, en querernos más, en conocer mejor los contenidos de la fe y, sobre todo, en avanzar en nuestra vida para que refleje mejor la vida de Cristo.
Jesús nos invita a la conversión y a creer en el Evangelio (Cf. Mc 1, 15). Para un cristiano, la conversión es algo muy bueno, es cambiar y crecer hacia algo mejor, más generoso, más solidario, más fecundo; en definitiva, en algo más humano y más de Dios.
Oremos por el Santo Padre, el Papa Benedicto, que siga iluminando con la luz de Dios a este mundo nuestro, del que formamos parte y somos protagonistas. Que podamos ser testimonio claro de Cristo “para que el mundo crea”.
Recemos por la Iglesia de Dios, para que sea siempre, por encima de las limitaciones humanas, luz para las naciones, como lo recuerda el Concilio Vaticano II. Y para que podamos ser testigos creíbles y convincentes de Jesucristo. Dios no quiere ni admite dobleces ni medias tintas en la vida de sus hijos, especialmente en sus ministros. Y si las encontráramos, Él nos abre el camino de la conversión y el encuentro con un Padre dispuesto a cambiarnos el corazón.
Como los apóstoles y otros personajes del Evangelio, también nosotros podemos decir a Jesús:
“¡Creo, Señor!, pero ayuda a mi incredulidad (Mc 9, 24).
Tú dijiste que todo lo que pidamos al Padre en tu Nombre, Él nos lo concederá (Cf Jn 14, 13).
“¡Auméntanos la fe!” (Lc 17, 5), para que podamos superar cualquier obstáculo y mover montañas, como Tú lo enseñaste (Cf. Mt 17, 20).
María Santísima facilita a los cristianos el encuentro con Dios a través de Jesús. Es la experiencia de todos los tiempos. ¡Cuánto ayuda un Rosario bien rezado, contemplando la vida del señor con los ojos de María!
Bienaventurada eres, María, porque has creído, le saludó Isabel (Cf. Lc 1,45). Creo que a María le gustaría poder repetir esa misma expresión, pero con nuestro propio nombre y apellido, con el nombre de cada cristiano: Bienaventurado tú, que has creído. Vale la pena, y así lo quiere Dios.
Que Dios los bendiga en este Año de la Fe como Él sólo sabe hacerlo. Que así sea.
Por Mons. Alfonso Delgado 11/10/12
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