Hace exactamente un año el Santo Padre
Benedicto XVI convocaba a los hijos de la Iglesia a vivir y a celebrar un Año de
la Fe. El anuncio tuvo la anticipación suficiente como para prepararnos y
profundizar en el precioso don de Dios de la fe cristiana, vivida en la gran
familia de Jesús, la Santa Iglesia. Este don divino nos pide, a su vez, una
respuesta viva, entusiasta, libre y coherente, plena de amor sincero, que
llamamos “la respuesta de la fe”.
La Carta Apostólica del Papa para este Año de gracia y misericordia
lleva como título “La Puerta de la Fe”. Recuerda a los apóstoles Pablo y
Bernabé al regresar de un largo viaje evangelizador y relatar a la comunidad
cristiana de Antioquía cómo Dios había “abierto a los paganos la puerta de la
fe” (Cf. Hech 14,27).
La fe nos lleva a la amistad con Dios. Es una puerta siempre abierta.
Se cruza su umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia en el corazón y nos
dejamos plasmar por la gracia que nos transforma en discípulos de Jesús.
Significa emprender un camino para toda la vida. Comienza con el Bautismo, con
el que podemos tratar a Dios como “Padre”, y concluye con el paso de la muerte a
la vida eterna, para participar en la gloria y en el gran amor divino a cuantos
creen en Jesucristo (Cf. Porta Fidei 1).
El Sucesor de Pedro nos alienta a
redescubrir el camino de la fe y llenar de alegría el encuentro
personal con Cristo (Cf. Porta Fidei 2). En el Himno del Año de la Fe
nos unimos a la petición de los apóstoles hacia Jesús: Audage nobis
fidem! Señor, ¡auméntanos la fe! (Lc 17, 5). Ayúdanos a ver la vida con tus
ojos, a querer a con tu mismo corazón, a hacer realidad en el mundo las riquezas
del Evangelio.
La fe es don de Dios que echa raíces en el alma y procura dar frutos
de vida en otros corazones y en otros ambientes. Así es la vida del cristiano y
la misión de la Iglesia a través de los tiempos. Jesús nos recuerda que somos
“sal de la tierra” (Mt 5,13), que da sabor cristiano a este mundo nuestro; que
somos “luz del mundo” (Mt 5, 14), que ilumina el camino hacia Dios y hacia la
felicidad. Y con un entusiasmo contagioso también Jesús nos desafía: “Brille
vuestra luz ante los hombres de manera que vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16).
Con alegría puedo decir que en la Iglesia en San Juan se ha escuchado
la voz del Papa convocándonos al Año de la Fe. He encontrado corazones
dispuestos, un clima de oración, de estudio y profundización en los contenidos
de la fe, para comenzar con entusiasmo este tiempo de gracia. Como obispo
quisiera agradecer y felicitar a mis hermanos sacerdotes y diáconos, a las
diversas parroquias y comunidades cristianas, al seminario, a las comunidades
religiosas, a todo el Pueblo santo de Dios y a las diversas instituciones y
movimientos apostólicos, los pasos que han dado para esta invitación del Señor a
través del Papa.
¿Por qué
un Año de la Fe? Hoy se cumplen 50 años del inicio de un hito importante en la
historia de la Iglesia de nuestro tiempo: el Concilio Vaticano II. Sus frutos y
sus cualificados aportes doctrinales son normativos para la Iglesia Católica en
su camino de renovación en santidad y en espíritu evangelizador. Desconocer esa
riqueza sería como colocarse “fuera de la Iglesia”. Asimilar esta riqueza es el
camino por delante. También conmemoramos 20 años de un fruto fecundo del
Concilio: la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica, valorado por
quienes quieren profundizar en su fe y conocer más al Dios del amor y la verdad,
y como instrumento imprescindible para una buena catequesis. Hoy también
comienza en Roma el Sínodo de Obispos para profundizar en la nueva
evangelización que necesita el mundo y la Iglesia tiene la misión de
brindar.
Pero hay un motivo más profundo. Si abrimos bien los ojos, veremos
cuánta necesidad de Dios hay este mundo nuestro, cuánta necesidad del Dios que
puede saciar los anhelos más profundos del corazón humano y sus ansias de bien,
de verdad, de justicia y de eternidad. Los variados ídolos falsos sólo pueden
generar entusiasmos fugaces, para paso al escepticismo y a la frustración.
Muchos corazones y ambientes muy variados no conocen aún al verdadero Dios, sino
sólo una falsa caricatura suya. Quizá también lo vean así, con honestidad pero
equivocados, algunos que se consideran formalmente cristianos, pero no conocen
al verdadero Jesucristo que dio la vida por nosotros y resucitó glorioso porque
es Dios. ¡Cuánta fe y cuánta tarea evangelizadora se apoya sobre los hombres de
los hijos e hijas de Dios!
El mundo es bueno, porque salió de las manos de Dios. Pero nuestros
pecados, mentiras e injusticias lo ensucian y enrarecen. A los falsos valores
culturales de moda les molesta hasta la simple mención de Dios, que ha sido, es
y será siempre “fuente de toda razón y justicia”. La negación de Dios termina
acorralando la libertad, aumentando las injusticias y degradando la dignidad
humana.
Por eso, hermanos míos, es necesario aderezar con nuevo entusiasmo la
luz de la fe, que nos muestra la belleza y la inmensidad del Dios del amor.
Hemos recibido gratuitamente ese don, sin mérito alguno, y tenemos la bendita
obligación de darlo a conocer, sin distinciones ni clasificaciones. Así lo
recordaba Benedicto XVI a millones de jóvenes en la última Jornada Mundial de la
Juventud, animándoles a dar testimonio de la fe en los ambientes más diversos,
incluso cuando hay rechazo o indiferencia: “No se puede encontrar a Cristo y no
darlo a conocer a los demás. No se guarden a Cristo para ustedes mismos.
Comuniquen a los demás la alegría de la fe. El mundo necesita ese testimonio, el
mundo necesita a Dios”[1].
Las palabras de Jesús a sus discípulos nos impulsan a ser testigos
coherentes del amor de Cristo: “para que el mundo crea y conozca que Tú –Padre
mío– me has enviado; para que el mundo conozca que Tú también los has amado a
ellos, como me amaste a mí” (Cf. Jn 17, 21.23).
Quisiera
alentar a ustedes a adentrarse en las enseñanzas del Papa en la Carta Porta
Fidei. Es breve, sencilla y comprometedora. Nos ayudará a fijar la mirada en
Jesucristo y a contagiar la fe; a valorar más la Palabra de Dios; a avanzar en
una sincera conversión en la verdad; a saborear el Credo como expresión viva de
nuestra fe. También nos permitirá valorar mejor la historia de nuestra fe y la
sencilla historia de la propia fe personal. Asimismo, nos ayudará a comprender
la profunda armonía que existe entre la verdadera ciencia y la correcta
reflexión de la fe, pues ambas –fe divina y ciencia humana- tienen una única
fuente que es Dios, que se expresa en las cosas creadas y en su revelación
divina. Les recomiendo también redescubrir el Catecismo de la Iglesia y la
valiosa riqueza del Concilio Vaticano II.
En esa carta, el Papa nos transmite la pregunta del apóstol Santiago
sobre las obras de la fe: “¿De qué sirve decir que uno tiene fe, si no tiene
obras?” Y responde: “Muéstrame, si puedes, tu fe sin las obras. Yo, en cambio,
por medio de las obras, te demostraré mi fe” (Cf. Sgo 2,18, Porta Fidei
14).
La fe es un acto de libertad que lleva a exclamar con convicción:
Creo, creemos. Luego profundizamos en ella a través de la Sagrada Escritura y su
expresión en el Magisterio y en el Catecismo de la Iglesia. Y como consecuencia
inmediata, surge el entusiasmo de vivir la fe y vivir de fe, en la
vida diaria, en todas nuestras obras, en el amor en la familia, en el trabajo y
el descanso, en la alegría y el dolor, en el deseo de que muchos otros conozcan
y amen a Jesucristo. ¡Cuántas “obras de fe” se espera de nosotros, por ejemplo,
en las responsabilidades ciudadanas, en la solidaridad con hermanos con tantas
necesidades materiales o espirituales…!
Hay también otras obras de la fe más interiores y silenciosas, que es
necesario acometer personalmente con decisión y valentía: una mayor fidelidad a
Dios y a nuestra misión; una oración más constante, una caridad más solidaria,
un corazón más puro y limpio, un amor más fuerte, un mayor compromiso con la
verdad y la justicia, una honestidad más exigente, y la valentía para no
esclavizarnos por lo que se denomina “políticamente correcto”, en detrimento de
la verdad. Y podrían continuar…
Que podamos decir, cada uno de nosotros, y toda nuestra Iglesia: por
mis obras, por nuestras obras llenas de verdad podemos expresar el tesoro de la
fe, con sinceridad, verdad y caridad.
Habitualmente recibimos la fe cristiana a través de quienes más nos quieren. Los
caminos de Dios pueden ser muy variados, pero casi siempre es la familia quien,
junto con la vida, transmite el amor y la fe. ¡Qué bendición de Dios es para los
hijos y los nietos la fe en Jesucristo aprendida y vivida en el hogar! Así lo
hacía el antiguo pueblo judío, como lo recuerda el texto bíblico (Dt 6, 4-13), y
así lo hace el pueblo cristiano.
La fe compartida en familia de padres a hijos y nietos, entre
hermanos y familiares, es como abrir el hogar a la bendición de Dios. Una breve
y sencilla oración en familia, ¡cuánto acerca los corazones y ayuda a la
fidelidad y al amor, y nos más padres, más hijos, más hermanos,… más familia,
más pequeña Iglesia hogareña y más Iglesia de Dios: una, santa, católica y
apostólica!
La fe en la familia ayuda a comprender mejor el maravilloso rol del
padre y de la madre en la formación y educación de los hijos, ayudados –pero no
reemplazados– por las instituciones de enseñanza. Porque la fe cristiana es la
mejor herencia para los hijos y nietos, para hermanos y amigos. Una herencia que
no la atacan los ladrones ni la polilla,… ni la inflación. Además, lo que se
siembra en el corazón de los hijos en nombre de Dios, tarde o temprano da su
fruto. El Año de la Fe debe ayudar a muchas familias a comprender la importancia
de transmitir la riqueza de la fe en el hogar y compartirlo con otras
familias.
Muchas
otras riquezas podríamos ir desgranando sobre el Año de la Fe, y así lo iremos
haciendo todos. Tenemos por delante un año singular compuesto de 13 meses, que
suman un total de 403 días. Culminará el 24 de Noviembre de 2013, día de
Jesucristo Rey del Universo. Quizá ese día nos encontremos en Caucete, pues es
la fecha de su multitudinaria fiesta patronal.
Aprovechemos bien este Año, sin distraernos. Cada semana, cada
jornada, cada momento, puede ser importante para el encuentro vivo con
Jesucristo, ya sea en la oración personal o familiar, en la celebración
eucarística y en la adoración a Jesús en el sagrario, en querernos más, en
conocer mejor los contenidos de la fe y, sobre todo, en avanzar en nuestra vida
para que refleje mejor la vida de Cristo.
Jesús nos invita a la conversión y a creer en el Evangelio (Cf. Mc 1,
15). Para un cristiano, la conversión es algo muy bueno, es cambiar y crecer
hacia algo mejor, más generoso, más solidario, más fecundo; en definitiva, en
algo más humano y más de Dios.
Oremos por el Santo Padre, el Papa Benedicto, que siga iluminando con
la luz de Dios a este mundo nuestro, del que formamos parte y somos
protagonistas. Que podamos ser testimonio claro de Cristo “para que el mundo
crea”.
Recemos por la Iglesia de Dios, para que sea siempre, por encima de
las limitaciones humanas, luz para las naciones, como lo recuerda el Concilio
Vaticano II. Y para que podamos ser testigos creíbles y convincentes de
Jesucristo. Dios no quiere ni admite dobleces ni medias tintas en la vida de sus
hijos, especialmente en sus ministros. Y si las encontráramos, Él nos abre el
camino de la conversión y el encuentro con un Padre dispuesto a cambiarnos el
corazón.
Como los apóstoles y otros personajes del Evangelio, también nosotros
podemos decir a Jesús:
“¡Creo, Señor!, pero ayuda a mi incredulidad (Mc 9, 24).
Tú dijiste que todo lo que pidamos al Padre en tu Nombre, Él nos lo
concederá (Cf Jn 14, 13).
“¡Auméntanos la fe!” (Lc 17, 5), para que podamos superar cualquier
obstáculo y mover montañas, como Tú lo enseñaste (Cf. Mt 17, 20).
María Santísima facilita a los cristianos el encuentro con Dios a
través de Jesús. Es la experiencia de todos los tiempos. ¡Cuánto ayuda un
Rosario bien rezado, contemplando la vida del señor con los ojos de
María!
Bienaventurada eres, María, porque has creído, le saludó Isabel (Cf.
Lc 1,45). Creo que a María le gustaría poder repetir esa misma expresión, pero
con nuestro propio nombre y apellido, con el nombre de cada cristiano:
Bienaventurado tú, que has creído. Vale la pena, y así lo quiere
Dios.
Que Dios los bendiga en este Año de la Fe como Él sólo sabe hacerlo.
Que así sea.
Por Mons. Alfonso Delgado 11/10/12
Editado por Antonio
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CON JESÚS EN MI VIDA
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