viernes, 5 de octubre de 2012

La más amplia comunión de la familia

La comunión conyugal constituye el fundamento sobre el cual se va edificando la más amplia comunión de la familia, de los padres y de los hijos, de los hermanos y de las hermanas entre sí, de los parientes y demás familiares.
Esta comunión radica en los vínculos naturales de la carne y de la sangre y se desarrolla encontrando su perfeccionamiento propiamente humano en el instaurarse y madurar de vínculos todavía más profundos y ricos del espíritu: el amor que anima las relaciones interpersonales de los diversos miembros de la familia, constituye la fuerza interior que plasma y vivifica la comunión y la comunidad familiar.
La familia cristiana está llamada además a hacer la experiencia de una nueva y original comunión, que confirma y perfecciona la natural y humana. En realidad la gracia de Cristo, el Primogénito entre los hermanos, es por su naturaleza y dinamismo interior una «gracia fraterna como la llama santo Tomás de Aquino. El Espíritu Santo, infundido en la celebración de los sacramentos, es la raíz viva y el alimento inagotable de la comunión sobrenatural que vincula a los creyentes con Cristo y entre sí en la unidad de la Iglesia de Dios. Una revelación y actuación específica de la comunión eclesial está constituida por la familia cristiana que también por esto puede y debe decirse «Iglesia doméstica».
Todos los miembros de la familia, cada uno según su propio don, tienen la gracia y la responsabilidad de construir, día a día, la comunión de las personas, haciendo de la familia una escuela de humanidad más completa y más rica: es lo que sucede con el cuidado y el amor hacia los pequeños, los enfermos y los ancianos; con el servicio recíproco de todos los días, compartiendo los bienes, alegrías y sufrimientos.
Un momento fundamental para construir tal comunión está constituido por el intercambio educativo entre padres e hijos, en que cada uno da y recibe. Mediante el amor, el respeto, la obediencia a los padres, los hijos aportan su específica e insustituible contribución a la edificación de una familia auténticamente humana y cristiana. En esto se verán facilitados si los padres ejercen su autoridad irrenunciable como un verdadero y propio «ministerio», esto es, como un servicio ordenado al bien humano y cristiano de los hijos, y ordenado en particular a hacerles adquirir una libertad verdaderamente responsable, y también si los padres mantienen viva la conciencia del «don» que continuamente reciben de los hijos.
La comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida familiar. Pero al mismo tiempo, cada familia está llamada por el Dios de la paz a hacer la experiencia gozosa y renovadora de la «reconciliación», esto es, de la comunión reconstruida, de la unidad nuevamente encontrada. En particular la participación en el sacramento de la reconciliación y en el banquete del único Cuerpo de Cristo ofrece a la familia cristiana la gracia y la responsabilidad de superar toda división y caminar hacia la plena verdad de la comunión querida por Dios, respondiendo así al vivísimo deseo del Señor: que todos «sean una sola cosa.
La familia, comunión de personas
En el matrimonio y en la familia se constituye un conjunto de relaciones interpersonales —relación conyugal, paternidad-maternidad, filiación, fraternidad— mediante las cuales toda persona humana queda introducida en la «familia humana» y en la «familia de Dios», que es la Iglesia.
El matrimonio y la familia cristiana edifican la Iglesia; en efecto, dentro de la familia la persona humana no sólo es engendrada y progresivamente introducida, mediante la educación, en la comunidad humana, sino que mediante la regeneración por el bautismo y la educación en la fe, es introducida también en la familia de Dios, que es la Iglesia.
La familia humana, disgregada por el pecado, queda reconstituida en su unidad por la fuerza redentora de la muerte y resurrección de Cristo. El matrimonio cristiano, partícipe de la eficacia salvífica de este acontecimiento, constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia.
El mandato de crecer y multiplicarse, dado al principio al hombre y a la mujer, alcanza de este modo su verdad y realización plenas.
La Iglesia encuentra así en la familia, nacida del sacramento, su cuna y el lugar donde puede actuar la propia inserción en las generaciones humanas, y éstas, a su vez, en la Iglesia.
Los hijos, don preciosísimo del matrimonio
Según el designio de Dios, el matrimonio es el fundamento de la comunidad más amplia de la familia, ya que la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole, en la que encuentran su coronación.
En su realidad más profunda, el amor es esencialmente don y el amor conyugal, a la vez que conduce a los esposos al recíproco «conocimiento» que les hace «una sola carne», no se agota dentro de la pareja, ya que los hace capaces de la máxima donación posible, por la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona humana. De este modo los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de la madre.
Al hacerse padres, los esposos reciben de Dios el don de una nueva responsabilidad. Su amor paterno está llamado a ser para los hijos el signo visible del mismo amor de Dios, «del que proviene toda paternidad en el cielo y en la tierra».
Sin embargo, no se debe olvidar que incluso cuando la procreación no es posible, no por esto pierde su valor la vida conyugal. La esterilidad física, en efecto, puede dar ocasión a los esposos para otros servicios importantes a la vida de la persona humana, como por ejemplo la adopción, la diversas formas de obras educativas, la ayuda a otras familias, a los niños pobres o minusválidos.
Editado por Antonio
Administrador del blog
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