lunes, 5 de abril de 2010

Sinceridad y humildad para llegar a la conversión

“Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente... puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca... Sé, pues, ferviente y arrepiéntete” (Ap 3,15 s).
La tibieza de una parte del clero, la falta de celo y la inercia apostólica: yo creo que esto es lo que debilita a la Iglesia, más aún que los escándalos ocasionales de algunos sacerdotes que han hecho más ruido y contra los cuales es más fácil correr a refugiarse. “La gran desventura para nosotros los párrocos –decía el santo Cura de Ars– es que el alma se entorpece”. Él no estaba ciertamente en el número de estos párrocos, pero esta frase suya da que pensar.
o se debe generalizar (la Iglesia es rica de sacerdotes santos que cumplen silenciosamente con su deber), pero tampoco callar. Un laico comprometido me decía con tristeza: “La población de nuestro país en los últimos veinte años ha crecido más de tres millones de habitantes, pero nosotros los católicos nos hemos quedado en el número de antes. Algo no va en nuestra Iglesia...”. Y conociendo a ese clero, sabía qué era lo que no iba: la preocupación de muchos de ellos no eran las almas, sino el dinero y la comodidad.
Hay lugares donde la Iglesia está viva y evangeliza, casi sólo por el compromiso de algunos fieles laicos y agrupaciones laicales a las que por otro lado a veces se las obstaculiza y se las mira con sospecha. Son ellos mismos quienes empujan a los propios sacerdotes, pagándoles el viaje y la estadía, a que participen en un retiro o en ejercicios espirituales que de otra manera no harían nunca.
A  veces son precisamente aquellos que menos hacen por el Reino de Dios aquellos que más reclaman sus ventajas. San Pedro y san Pablo, ambos, sintieron la necesidad de poner en guardia sobre la tentación de comportarse como amos de la fe: “no tiranizando a los que les ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey” (cf. 1 Pe 5,3), escribe el primero; “No es que pretendamos dominar sobre su fe, sino que contribuimos a su gozo”, escribe el segundo ( 2 Cor 1, 24). Se comportan como dueños de la fe, por ejemplo, cuando se consideran todos los espacios y los locales de la parroquia como cosas propias que se conceden a quien se quiere, antes que como bienes de toda la comunidad, de los cuales se es custodios, no propietarios.
Al encontrarme una vez predicando en un país europeo que había sido en el pasado una cantera de sacerdotes y misioneros y que ahora atravesaba una crisis profunda, le pregunté a un sacerdote del lugar cuál era, según él, la causa de esto: “En este país, me respondió, los sacerdotes, del púlpito y desde el confesionario, decidían todo, incluso con quién uno debía de casarse y cuántos hijos debía tener. Cuando se difundió en la sociedad el sentido y la exigencia de la libertad individual, la gente se rebeló y dio la espalda del todo a la Iglesia”. El clero se sentía “dueño de la fe”, más que colaborador de la alegría de la gente.
Las palabras dirigidas por el Resucitado a la iglesia de Laodicea: “Tú dices: "Soy rico; me he enriquecido; nada me falta". Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo”, hacen pensar en otra gran tentación del clero cuando disminuye la pasión por las almas, y es el ansia del dinero. Ya san Pablo lamentaba amargamente: "todos buscan su propio interés, no el de Cristo" (Flp 2,21). Entre las recomendaciones más insistentes a los ancianos, en las Cartas pastorales, está la de no apegarse al dinero (1 Tim 3,3). En la Carta de convocatoria del Año Sacerdotal, el Santo Padre presenta al Santo Cura de Ars como modelo de pobreza sacerdotal. “Él era rico para dar a los demás y era muy pobre para sí mismo”. Su secreto era: “dar todo y no conservar nada”. En su largo discurso sobre los pastores, san Agustín proponía en su tiempo, para un saludable examen de conciencia, la advertencia de Ezequiel contra los pastores negligentes. No está mal volver a escucharla, al menos para saber qué hay que evitar en el ministerio sacerdotal: “¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No deben los pastores apacentar el rebaño? Vosotros os habéis tomado la leche, os habéis vestido con la lana, habéis sacrificado las ovejas más pingües; no habéis apacentado el rebaño. No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba herida, no habéis tornado a la descarriada ni buscado a la perdida; sino que las habéis dominado con violencia y dureza” (Ez 34,2-4).
Por Raniero Cantalamessa
Editado por Antonio
Administrador del blog
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