El primero de enero celebramos a María como Madre de Dios. María
fue la elegida para ser Madre de Cristo
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viernes, 28 de diciembre de 2012
1 de enero: María, Madre de Dios
jueves, 20 de diciembre de 2012
Homilía de Navidad de 2006 de Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas!
Acabamos de escuchar en el Evangelio lo que en la Noche santa los Ángeles dijeron a los pastores y que ahora la Iglesia nos proclama: « Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis una señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre » (Lc 2,11s.). Nada prodigioso, nada extraordinario, nada espectacular se les da como señal a los pastores. Verán solamente un niño envuelto en pañales que, como todos los niños, necesita los cuidados maternos; un niño que ha nacido en un establo y que no está acostado en una cuna, sino en un pesebre. La señal de Dios es el niño, su necesidad de ayuda y su pobreza. Sólo con el corazón los pastores podrán ver que en este niño se ha realizado la promesa del profeta Isaías que hemos escuchado en la primera lectura: « un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva al hombro el principado » (Is 9,5). Tampoco a nosotros se nos ha dado una señal diferente. El ángel de Dios, a través del mensaje del Evangelio, nos invita también a encaminarnos con el corazón para ver al niño acostado en el pesebre.
La señal de Dios es la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de Dios es que Él se hace pequeño por nosotros. Éste es su modo de reinar. Él no viene con poderío y grandiosidad externas. Viene como niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace niño. No quiere de nosotros más que nuestro amor, a través del cual aprendemos espontáneamente a entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad: aprendamos a vivir con Él y a practicar también con Él la humildad de la renuncia que es parte esencial del amor. Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo. Los Padres de la Iglesia, en su traducción griega del antiguo Testamento, usaron unas palabras del profeta Isaías que también cita Pablo para mostrar cómo los nuevos caminos de Dios fueron preanunciados ya en el Antiguo Testamento. Allí se leía: « Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado» (Is 10,23; Rm 9,28). Los Padres lo interpretaron en un doble sentido. El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance. Dios nos enseña así a amar a los pequeños. A amar a los débiles. A respetar a los niños. El niño de Belén nos hace poner los ojos en todos los niños que sufren y son explotados en el mundo, tanto los nacidos como los no nacidos. En los niños convertidos en soldados y encaminados a un mundo de violencia; en los niños que tienen que mendigar; en los niños que sufren la miseria y el hambre; en los niños carentes de todo amor. En todos ellos, es el niño de Belén quien nos reclama; nos interpela el Dios que se ha hecho pequeño. En esta noche, oremos para que el resplandor del amor de Dios acaricie a todos estos niños, y pidamos a Dios que nos ayude a hacer todo lo que esté en nuestra mano para que se respete la dignidad de los niños; que nazca para todos la luz del amor, que el hombre necesita más que las cosas materiales necesarias para vivir.
Con eso hemos llegado al segundo significado que los Padres han encontrado en la frase: « Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado ». A través de los tiempos, la Palabra que Dios nos comunica en los libros de la Sagrada Escritura se había hecho larga. Larga y complicada no sólo para la gente sencilla y analfabeta, sino más todavía para los conocedores de la Sagrada Escritura, para los eruditos que, como es notorio, se enredaban con los detalles y sus problemas sin conseguir prácticamente llegar a una visión de conjunto. Jesús ha «hecho breve» la Palabra, nos ha dejado ver de nuevo su más profunda sencillez y unidad. Todo lo que nos enseñan la Ley y los profetas se resume en esto: « Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente… Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Mt 22,37-39). Esto es todo: la fe en su conjunto se reduce a este único acto de amor que incluye a Dios y a los hombres. Pero enseguida vuelven a surgir preguntas: ¿Cómo podemos amar a Dios con toda nuestra mente si apenas podemos encontrarlo con nuestra capacidad intelectual? ¿Cómo amarlo con todo nuestro corazón y nuestra alma si este corazón consigue sólo vislumbrarlo de lejos y siente tantas cosas contradictorias en el mundo que nos oscurecen su rostro? Llegados a este punto, confluyen los dos modos en los cuales Dios ha "hecho breve" su Palabra. Él ya no está lejos. No es desconocido. No es inaccesible a nuestro corazón. Se ha hecho niño por nosotros y así ha disipado toda ambigüedad. Se ha hecho nuestro prójimo, restableciendo también de este modo la imagen del hombre que a menudo se nos presenta tan poco atrayente. Dios se ha hecho don por nosotros. Se ha dado a sí mismo. Por nosotros asume el tiempo. Él, el Eterno que está por encima del tiempo, ha asumido el tiempo, ha tomado consigo nuestro tiempo. Navidad se ha convertido en la fiesta de los regalos para imitar a Dios que se ha dado a sí mismo. ¡Dejemos que esto haga mella en nuestro corazón, nuestra alma y nuestra mente! Entre tantos regalos que compramos y recibimos no olvidemos el verdadero regalo: darnos mutuamente algo de nosotros mismos. Darnos mutuamente nuestro tiempo. Abrir nuestro tiempo a Dios. Así la agitación se apacigua. Así nace la alegría, surge la fiesta. Y en las comidas de estos días de fiesta recordemos la palabra del Señor: «Cuando des una comida o una cena, no invites a quienes corresponderán invitándote, sino a los que nadie invita ni pueden invitarte» (cf. Lc 14,12-14). Precisamente, esto significa también: Cuando tú haces regalos en Navidad, no has de regalar algo sólo a quienes, a su vez, te regalan, sino también a los que nadie hace regalos ni pueden darte nada a cambio. Así ha actuado Dios mismo: Él nos invita a su banquete de bodas al que no podemos corresponder, sino que sólo podemos aceptar con alegría. ¡Imitémoslo! Amemos a Dios y, por Él, también al hombre, para redescubrir después de un modo nuevo a Dios a través de los hombres.
Finalmente, se manifiesta un tercer significado de la afirmación sobre la Palabra hecha «breve» y «pequeña». A los pastores se les dijo que encontrarían al niño en un pesebre para animales, cuyo cobijo normal es el establo. Leyendo a Isaías (1,3), los Padres han deducido que en el pesebre de Belén había un buey y una mula. E interpretaron el texto en el sentido de que estos serían un símbolo de los judíos y de los paganos –por lo tanto, de la humanidad entera–, los cuales precisan de un salvador, cada uno a su modo: del Dios que se ha hecho niño. Para vivir, el hombre necesita pan, fruto de la tierra y de su trabajo. Pero no sólo vive de pan. Necesita sustento para su alma: necesita un sentido que llene su vida. Así, para los Padres, el pesebre de los animales se ha convertido en el símbolo del altar sobre el que está el Pan que es el propio Cristo: la verdadera comida para nuestros corazones. Y vemos una vez más cómo Él se hizo pequeño: en la humilde apariencia de la hostia, de un pedacito de pan, Él se da a sí mismo.
De todo eso habla la señal que les fue dada a los pastores y que se nos da a nosotros: el niño que se nos ha dado; el niño en el cual Dios se ha hecho pequeño por nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de mirar esta noche el pesebre con la sencillez de los pastores para recibir así la alegría con la que ellos tornaron a casa (cf. Lc 2,20). Roguémoslo que nos dé la humildad y la fe con la que san José miró al niño que María había concebido del Espíritu Santo. Pidamos que nos conceda mirarlo con el amor con el cual María lo contempló. Y pidamos que la luz que vieron los pastores también nos ilumine y se cumpla en todo el mundo lo que los ángeles cantaron en aquella noche: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor». ¡Amén!
Benedicto XVI
Basílica Vaticana
Domingo 24 de diciembre de 2006
Domingo 24 de diciembre de 2006
Editado por Antonio
Administrador del blog
CON JESÚS EN MI VIDA
jueves, 6 de diciembre de 2012
El Año de la Fe, los cristianos y la familia
Hace exactamente un año el Santo Padre
Benedicto XVI convocaba a los hijos de la Iglesia a vivir y a celebrar un Año de
la Fe. El anuncio tuvo la anticipación suficiente como para prepararnos y
profundizar en el precioso don de Dios de la fe cristiana, vivida en la gran
familia de Jesús, la Santa Iglesia. Este don divino nos pide, a su vez, una
respuesta viva, entusiasta, libre y coherente, plena de amor sincero, que
llamamos “la respuesta de la fe”.
La Carta Apostólica del Papa para este Año de gracia y misericordia
lleva como título “La Puerta de la Fe”. Recuerda a los apóstoles Pablo y
Bernabé al regresar de un largo viaje evangelizador y relatar a la comunidad
cristiana de Antioquía cómo Dios había “abierto a los paganos la puerta de la
fe” (Cf. Hech 14,27).
La fe nos lleva a la amistad con Dios. Es una puerta siempre abierta.
Se cruza su umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia en el corazón y nos
dejamos plasmar por la gracia que nos transforma en discípulos de Jesús.
Significa emprender un camino para toda la vida. Comienza con el Bautismo, con
el que podemos tratar a Dios como “Padre”, y concluye con el paso de la muerte a
la vida eterna, para participar en la gloria y en el gran amor divino a cuantos
creen en Jesucristo (Cf. Porta Fidei 1).
El Sucesor de Pedro nos alienta a
redescubrir el camino de la fe y llenar de alegría el encuentro
personal con Cristo (Cf. Porta Fidei 2). En el Himno del Año de la Fe
nos unimos a la petición de los apóstoles hacia Jesús: Audage nobis
fidem! Señor, ¡auméntanos la fe! (Lc 17, 5). Ayúdanos a ver la vida con tus
ojos, a querer a con tu mismo corazón, a hacer realidad en el mundo las riquezas
del Evangelio.
La fe es don de Dios que echa raíces en el alma y procura dar frutos
de vida en otros corazones y en otros ambientes. Así es la vida del cristiano y
la misión de la Iglesia a través de los tiempos. Jesús nos recuerda que somos
“sal de la tierra” (Mt 5,13), que da sabor cristiano a este mundo nuestro; que
somos “luz del mundo” (Mt 5, 14), que ilumina el camino hacia Dios y hacia la
felicidad. Y con un entusiasmo contagioso también Jesús nos desafía: “Brille
vuestra luz ante los hombres de manera que vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16).
Con alegría puedo decir que en la Iglesia en San Juan se ha escuchado
la voz del Papa convocándonos al Año de la Fe. He encontrado corazones
dispuestos, un clima de oración, de estudio y profundización en los contenidos
de la fe, para comenzar con entusiasmo este tiempo de gracia. Como obispo
quisiera agradecer y felicitar a mis hermanos sacerdotes y diáconos, a las
diversas parroquias y comunidades cristianas, al seminario, a las comunidades
religiosas, a todo el Pueblo santo de Dios y a las diversas instituciones y
movimientos apostólicos, los pasos que han dado para esta invitación del Señor a
través del Papa.
¿Por qué
un Año de la Fe? Hoy se cumplen 50 años del inicio de un hito importante en la
historia de la Iglesia de nuestro tiempo: el Concilio Vaticano II. Sus frutos y
sus cualificados aportes doctrinales son normativos para la Iglesia Católica en
su camino de renovación en santidad y en espíritu evangelizador. Desconocer esa
riqueza sería como colocarse “fuera de la Iglesia”. Asimilar esta riqueza es el
camino por delante. También conmemoramos 20 años de un fruto fecundo del
Concilio: la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica, valorado por
quienes quieren profundizar en su fe y conocer más al Dios del amor y la verdad,
y como instrumento imprescindible para una buena catequesis. Hoy también
comienza en Roma el Sínodo de Obispos para profundizar en la nueva
evangelización que necesita el mundo y la Iglesia tiene la misión de
brindar.
Pero hay un motivo más profundo. Si abrimos bien los ojos, veremos
cuánta necesidad de Dios hay este mundo nuestro, cuánta necesidad del Dios que
puede saciar los anhelos más profundos del corazón humano y sus ansias de bien,
de verdad, de justicia y de eternidad. Los variados ídolos falsos sólo pueden
generar entusiasmos fugaces, para paso al escepticismo y a la frustración.
Muchos corazones y ambientes muy variados no conocen aún al verdadero Dios, sino
sólo una falsa caricatura suya. Quizá también lo vean así, con honestidad pero
equivocados, algunos que se consideran formalmente cristianos, pero no conocen
al verdadero Jesucristo que dio la vida por nosotros y resucitó glorioso porque
es Dios. ¡Cuánta fe y cuánta tarea evangelizadora se apoya sobre los hombres de
los hijos e hijas de Dios!
El mundo es bueno, porque salió de las manos de Dios. Pero nuestros
pecados, mentiras e injusticias lo ensucian y enrarecen. A los falsos valores
culturales de moda les molesta hasta la simple mención de Dios, que ha sido, es
y será siempre “fuente de toda razón y justicia”. La negación de Dios termina
acorralando la libertad, aumentando las injusticias y degradando la dignidad
humana.
Por eso, hermanos míos, es necesario aderezar con nuevo entusiasmo la
luz de la fe, que nos muestra la belleza y la inmensidad del Dios del amor.
Hemos recibido gratuitamente ese don, sin mérito alguno, y tenemos la bendita
obligación de darlo a conocer, sin distinciones ni clasificaciones. Así lo
recordaba Benedicto XVI a millones de jóvenes en la última Jornada Mundial de la
Juventud, animándoles a dar testimonio de la fe en los ambientes más diversos,
incluso cuando hay rechazo o indiferencia: “No se puede encontrar a Cristo y no
darlo a conocer a los demás. No se guarden a Cristo para ustedes mismos.
Comuniquen a los demás la alegría de la fe. El mundo necesita ese testimonio, el
mundo necesita a Dios”[1].
Las palabras de Jesús a sus discípulos nos impulsan a ser testigos
coherentes del amor de Cristo: “para que el mundo crea y conozca que Tú –Padre
mío– me has enviado; para que el mundo conozca que Tú también los has amado a
ellos, como me amaste a mí” (Cf. Jn 17, 21.23).
Quisiera
alentar a ustedes a adentrarse en las enseñanzas del Papa en la Carta Porta
Fidei. Es breve, sencilla y comprometedora. Nos ayudará a fijar la mirada en
Jesucristo y a contagiar la fe; a valorar más la Palabra de Dios; a avanzar en
una sincera conversión en la verdad; a saborear el Credo como expresión viva de
nuestra fe. También nos permitirá valorar mejor la historia de nuestra fe y la
sencilla historia de la propia fe personal. Asimismo, nos ayudará a comprender
la profunda armonía que existe entre la verdadera ciencia y la correcta
reflexión de la fe, pues ambas –fe divina y ciencia humana- tienen una única
fuente que es Dios, que se expresa en las cosas creadas y en su revelación
divina. Les recomiendo también redescubrir el Catecismo de la Iglesia y la
valiosa riqueza del Concilio Vaticano II.
En esa carta, el Papa nos transmite la pregunta del apóstol Santiago
sobre las obras de la fe: “¿De qué sirve decir que uno tiene fe, si no tiene
obras?” Y responde: “Muéstrame, si puedes, tu fe sin las obras. Yo, en cambio,
por medio de las obras, te demostraré mi fe” (Cf. Sgo 2,18, Porta Fidei
14).
La fe es un acto de libertad que lleva a exclamar con convicción:
Creo, creemos. Luego profundizamos en ella a través de la Sagrada Escritura y su
expresión en el Magisterio y en el Catecismo de la Iglesia. Y como consecuencia
inmediata, surge el entusiasmo de vivir la fe y vivir de fe, en la
vida diaria, en todas nuestras obras, en el amor en la familia, en el trabajo y
el descanso, en la alegría y el dolor, en el deseo de que muchos otros conozcan
y amen a Jesucristo. ¡Cuántas “obras de fe” se espera de nosotros, por ejemplo,
en las responsabilidades ciudadanas, en la solidaridad con hermanos con tantas
necesidades materiales o espirituales…!
Hay también otras obras de la fe más interiores y silenciosas, que es
necesario acometer personalmente con decisión y valentía: una mayor fidelidad a
Dios y a nuestra misión; una oración más constante, una caridad más solidaria,
un corazón más puro y limpio, un amor más fuerte, un mayor compromiso con la
verdad y la justicia, una honestidad más exigente, y la valentía para no
esclavizarnos por lo que se denomina “políticamente correcto”, en detrimento de
la verdad. Y podrían continuar…
Que podamos decir, cada uno de nosotros, y toda nuestra Iglesia: por
mis obras, por nuestras obras llenas de verdad podemos expresar el tesoro de la
fe, con sinceridad, verdad y caridad.
Habitualmente recibimos la fe cristiana a través de quienes más nos quieren. Los
caminos de Dios pueden ser muy variados, pero casi siempre es la familia quien,
junto con la vida, transmite el amor y la fe. ¡Qué bendición de Dios es para los
hijos y los nietos la fe en Jesucristo aprendida y vivida en el hogar! Así lo
hacía el antiguo pueblo judío, como lo recuerda el texto bíblico (Dt 6, 4-13), y
así lo hace el pueblo cristiano.
La fe compartida en familia de padres a hijos y nietos, entre
hermanos y familiares, es como abrir el hogar a la bendición de Dios. Una breve
y sencilla oración en familia, ¡cuánto acerca los corazones y ayuda a la
fidelidad y al amor, y nos más padres, más hijos, más hermanos,… más familia,
más pequeña Iglesia hogareña y más Iglesia de Dios: una, santa, católica y
apostólica!
La fe en la familia ayuda a comprender mejor el maravilloso rol del
padre y de la madre en la formación y educación de los hijos, ayudados –pero no
reemplazados– por las instituciones de enseñanza. Porque la fe cristiana es la
mejor herencia para los hijos y nietos, para hermanos y amigos. Una herencia que
no la atacan los ladrones ni la polilla,… ni la inflación. Además, lo que se
siembra en el corazón de los hijos en nombre de Dios, tarde o temprano da su
fruto. El Año de la Fe debe ayudar a muchas familias a comprender la importancia
de transmitir la riqueza de la fe en el hogar y compartirlo con otras
familias.
Muchas
otras riquezas podríamos ir desgranando sobre el Año de la Fe, y así lo iremos
haciendo todos. Tenemos por delante un año singular compuesto de 13 meses, que
suman un total de 403 días. Culminará el 24 de Noviembre de 2013, día de
Jesucristo Rey del Universo. Quizá ese día nos encontremos en Caucete, pues es
la fecha de su multitudinaria fiesta patronal.
Aprovechemos bien este Año, sin distraernos. Cada semana, cada
jornada, cada momento, puede ser importante para el encuentro vivo con
Jesucristo, ya sea en la oración personal o familiar, en la celebración
eucarística y en la adoración a Jesús en el sagrario, en querernos más, en
conocer mejor los contenidos de la fe y, sobre todo, en avanzar en nuestra vida
para que refleje mejor la vida de Cristo.
Jesús nos invita a la conversión y a creer en el Evangelio (Cf. Mc 1,
15). Para un cristiano, la conversión es algo muy bueno, es cambiar y crecer
hacia algo mejor, más generoso, más solidario, más fecundo; en definitiva, en
algo más humano y más de Dios.
Oremos por el Santo Padre, el Papa Benedicto, que siga iluminando con
la luz de Dios a este mundo nuestro, del que formamos parte y somos
protagonistas. Que podamos ser testimonio claro de Cristo “para que el mundo
crea”.
Recemos por la Iglesia de Dios, para que sea siempre, por encima de
las limitaciones humanas, luz para las naciones, como lo recuerda el Concilio
Vaticano II. Y para que podamos ser testigos creíbles y convincentes de
Jesucristo. Dios no quiere ni admite dobleces ni medias tintas en la vida de sus
hijos, especialmente en sus ministros. Y si las encontráramos, Él nos abre el
camino de la conversión y el encuentro con un Padre dispuesto a cambiarnos el
corazón.
Como los apóstoles y otros personajes del Evangelio, también nosotros
podemos decir a Jesús:
“¡Creo, Señor!, pero ayuda a mi incredulidad (Mc 9, 24).
Tú dijiste que todo lo que pidamos al Padre en tu Nombre, Él nos lo
concederá (Cf Jn 14, 13).
“¡Auméntanos la fe!” (Lc 17, 5), para que podamos superar cualquier
obstáculo y mover montañas, como Tú lo enseñaste (Cf. Mt 17, 20).
María Santísima facilita a los cristianos el encuentro con Dios a
través de Jesús. Es la experiencia de todos los tiempos. ¡Cuánto ayuda un
Rosario bien rezado, contemplando la vida del señor con los ojos de
María!
Bienaventurada eres, María, porque has creído, le saludó Isabel (Cf.
Lc 1,45). Creo que a María le gustaría poder repetir esa misma expresión, pero
con nuestro propio nombre y apellido, con el nombre de cada cristiano:
Bienaventurado tú, que has creído. Vale la pena, y así lo quiere
Dios.
Que Dios los bendiga en este Año de la Fe como Él sólo sabe hacerlo.
Que así sea.
Por Mons. Alfonso Delgado 11/10/12
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CON JESÚS EN MI VIDA
viernes, 23 de noviembre de 2012
Indulgencias para el Año de la Fe
En
el día del cincuenta aniversario de la solemne apertura del Concilio Vaticano
II el Sumo Pontífice Benedicto XVI ha establecido el inicio de un Año
particularmente dedicado a la profesión de la fe verdadera y a su recta
interpretación, con la lectura o, mejor, la piadosa meditación de los Actos del
Concilio y de los artículos del Catecismo de la Iglesia Católica”.
“Ya que se trata, ante todo, de desarrollar en grado
sumo -por cuanto sea posible en esta tierra- la santidad de vida y de obtener,
por lo tanto, en el grado más alto la pureza del alma, será muy útil el gran
don de las indulgencias que la Iglesia, en virtud del poder conferido de
Cristo, ofrece a cuantos que, con las debidas disposiciones, cumplen las prescripciones
especiales para conseguirlas
“Durante
todo el arco del Año de la Fe -convocado del 11 de octubre de 2012 al 24 de
noviembre de 2013- podrán conseguir la Indulgencia plenaria de la pena temporal
por los propios pecados impartida por la misericordia de Dios, aplicable en
sufragio de las almas de los fieles difuntos, todos los fieles verdaderamente
arrepentidos, debidamente confesados, que hayan comulgado sacramentalmente y
que recen según las intenciones del pontífice:
A) Cada vez que participen al menos en tres momentos
de predicación durante las Sagradas Misiones, o al menos, en tres lecciones
sobre los Actos del Concilio Vaticano II y sobre los artículos del Catecismo de
la Iglesia en cualquier iglesia o lugar idóneo.
B) Cada vez que visiten en peregrinación una
basílica papal, una catacumba cristiana o un lugar sagrado designado por el
Ordinario del lugar para el Año de la Fe (por ejemplo basílicas menores,
santuarios marianos o de los apóstoles y patronos) y participen en una
ceremonia sacra o, al menos, se recojan durante un tiempo en meditación y
concluyan con el rezo del Padre nuestro, la Profesión de fe en cualquier forma
legítima, las invocaciones a la Virgen María y, según el caso, a los santos apóstoles
o patronos.
C) Cada vez que en los días determinados por el
Ordinario del lugar para el Año de la Fe, participen en cualquier lugar sagrado
en una solemne celebración eucarística o en la liturgia de las horas, añadiendo
la Profesión de fe en cualquier forma legítima.
D) Un día, elegido libremente, durante el Año de la
Fe, para visitar el baptisterio o cualquier otro lugar donde recibieron el
sacramento del Bautismo, si renuevan las promesas bautismales de cualquier
forma legítima.
Los
obispos diocesanos, en los días oportunos o con ocasión de las celebraciones
principales, podrán impartir la Bendición Papal con la Indulgencia plenaria a
los fieles.
Los
fieles que "por enfermedad o justa causa" no puedan salir de casa o
del lugar donde se encuentren, podrán obtener la indulgencia plenaria, si
“unidos con el espíritu y el pensamiento a los fieles presentes,
particularmente cuando las palabras del Sumo Pontífice o de los obispos
diocesanos se transmitan por radio o televisión, recen, allí donde se
encuentren, el Padre nuestro, la Profesión de fe en cualquier forma legítima y
otras oraciones conformes a la finalidad del Año de la Fe ofreciendo sus
sufrimientos o los problemas de su vida”.
Editado por Antonio
Administrador del blog
CON JESÚS EN MI VIDA
viernes, 9 de noviembre de 2012
Homilía de Benedicto XVI dando inicio al Año de la Fe
Queridos hermanos y
hermanas
Hoy, con gran alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, damos inicio al Año de la fe. Me complace saludar a todos, en particular a Su Santidad Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla, y a Su Gracia Rowan Williams, Arzobispo de Canterbury. Un saludo especial a los Patriarcas y a los Arzobispos Mayores de las Iglesias Católicas Orientales, y a los Presidentes de las Conferencias Episcopales.
Para rememorar el Concilio, en el que algunos de los aquí presentes –a los que saludo con particular afecto– hemos tenido la gracia de vivir en primera persona, esta celebración se ha enriquecido con algunos signos específicos: la procesión de entrada, que ha querido recordar la que de modo memorable hicieron los Padres conciliares cuando ingresaron solemnemente en esta Basílica; la entronización del Evangeliario, copia del que se utilizó durante el Concilio; y la entrega de los siete mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica, que haré al final, antes de la bendición.
Estos signos no son meros recordatorios, sino que nos ofrecen también la perspectiva para ir más allá de la conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente en el movimiento espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para hacerlo nuestro y realizarlo en su verdadero sentido. Y este sentido ha sido y sigue siendo la fe en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso interior de comunicar a Cristo a todos y a cada uno de los hombres durante la peregrinación de la Iglesia por los caminos de la historia.
El Año de la fe que hoy inauguramos está vinculado coherentemente con todo el camino de la Iglesia en los últimos 50 años: desde el Concilio, mediante el magisterio del siervo de Dios Pablo VI, que convocó un «Año de la fe» en 1967, hasta el Gran Jubileo del 2000, con el que el beato Juan Pablo II propuso de nuevo a toda la humanidad a Jesucristo como único Salvador, ayer, hoy y siempre. Estos dos Pontífices, Pablo VI y Juan Pablo II, convergieron profunda y plenamente en poner a Cristo como centro del cosmos y de la historia, y en el anhelo apostólico de anunciarlo al mundo. Jesús es el centro de la fe cristiana. El cristiano cree en Dios por medio de Jesucristo, que ha revelado su rostro. Él es el cumplimiento de las Escrituras y su intérprete definitivo. Jesucristo no es solamente el objeto de la fe, sino, como dice la carta a los Hebreos, «el que inició y completa nuestra fe» (12,2).
El evangelio de hoy nos dice que Jesucristo, consagrado por el Padre en el Espíritu Santo, es el verdadero y perenne protagonista de la evangelización: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). Esta misión de Cristo, este dinamismo suyo continúa en el espacio y en el tiempo, atraviesa los siglos y los continentes. Es un movimiento que parte del Padre y, con la fuerza del Espíritu, lleva la buena noticia a los pobres en sentido material y espiritual. La Iglesia es el instrumento principal y necesario de esta obra de Cristo, porque está unida a Él como el cuerpo a la cabeza. «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). Así dice el Resucitado a los discípulos, y soplando sobre ellos, añade: «Recibid el Espíritu Santo» (v. 22).
Dios por medio de Jesucristo es el principal artífice de la evangelización del mundo; pero Cristo mismo ha querido transmitir a la Iglesia su misión, y lo ha hecho y lo sigue haciendo hasta el final de los tiempos infundiendo el Espíritu Santo en los discípulos, aquel mismo Espíritu que se posó sobre él y permaneció en él durante toda su vida terrena, dándole la fuerza de «proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista»; de «poner en libertad a los oprimidos» y de «proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
El Concilio Vaticano II no ha querido incluir el tema de la fe en un documento específico. Y, sin embargo, estuvo completamente animado por la conciencia y el deseo, por así decir, de adentrase nuevamente en el misterio cristiano, para proponerlo de nuevo eficazmente al hombre contemporáneo.
A este respecto se expresaba así, dos años después de la conclusión de la asamblea conciliar, el siervo de Dios Pablo VI: «Queremos hacer notar que, si el Concilio no habla expresamente de la fe, habla de ella en cada página, al reconocer su carácter vital y sobrenatural, la supone íntegra y con fuerza, y construye sobre ella sus enseñanzas. Bastaría recordar [algunas] afirmaciones conciliares… para darse cuenta de la importancia esencial que el Concilio, en sintonía con la tradición doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, a la verdadera fe, a aquella que tiene como fuente a Cristo y por canal el magisterio de la Iglesia» (Audiencia general, 8 marzo 1967). Así decía Pablo VI, en 1967.
Pero debemos ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano II y lo inauguró: el beato Juan XXIII. En el discurso de apertura, presentó el fin principal del Concilio en estos términos: «El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina… Para eso no era necesario un Concilio... Es preciso que esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo» (AAS 54 [1962], 790. 791-792). Así decía el Papa Juan en la inauguración del Concilio.
A la luz de estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve entonces ocasión de experimentar: durante el Concilio había una emocionante tensión con relación a la tarea común de hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni encadenarla al pasado: en la fe resuena el presente eterno de Dios que trasciende el tiempo y que, sin embargo, solamente puede ser acogido por nosotros en el hoy irrepetible.
Por esto mismo considero que lo más importante, especialmente en una efeméride tan significativa como la actual, es que se reavive en toda la Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la nueva evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, es necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa, que son los documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha encontrado su expresión.
Por esto, he insistido repetidamente en la necesidad de regresar, por así decirlo, a la «letra» del Concilio, es decir a sus textos, para encontrar en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los documentos evita caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia adelante, y permite acoger la novedad en la continuidad.
El Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo en transformación.
Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe, dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar en el depisito de la fe que Cristo le ha confiado.
Los Padres conciliares querían volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí se abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las bases mismas del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían como propias en su verdad.
Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la misma que quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está contenida en sus documentos.
También la iniciativa de crear un Consejo Pontificio destinado a la promoción de la nueva evangelización, al que agradezco su especial dedicación con vistas al Año de la fe, se inserta en esta perspectiva. En estos decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor.
Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es cómo podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa.
Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia de Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino.
La primera lectura nos ha hablado de la sabiduría del viajero (cf. Sir 34,9-13): el viaje es metáfora de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha aprendido el arte de vivir y lo comparte con los hermanos, como sucede con los peregrinos a lo largo del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por casualidad se han multiplicado en estos años.
¿Por qué tantas personas sienten hoy la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo? Así podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cf. Lc 9,3), sino el evangelio y la fe de la Iglesia, de los que el Concilio Ecuménico Vaticano II son una luminosa expresión, como lo es también el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado hace 20 años.
Venerados y queridos hermanos, el 11 de octubre de 1962 se celebraba la fiesta de María Santísima, Madre de Dios. Le confiamos a ella el Año de la fe, como lo hice hace una semana, peregrinando a Loreto. La Virgen María brille siempre como estrella en el camino de la nueva evangelización.
Que ella nos ayude a poner en práctica la exhortación del apóstol Pablo: «La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente… Todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,16-17). Amén.
Hoy, con gran alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, damos inicio al Año de la fe. Me complace saludar a todos, en particular a Su Santidad Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla, y a Su Gracia Rowan Williams, Arzobispo de Canterbury. Un saludo especial a los Patriarcas y a los Arzobispos Mayores de las Iglesias Católicas Orientales, y a los Presidentes de las Conferencias Episcopales.
Para rememorar el Concilio, en el que algunos de los aquí presentes –a los que saludo con particular afecto– hemos tenido la gracia de vivir en primera persona, esta celebración se ha enriquecido con algunos signos específicos: la procesión de entrada, que ha querido recordar la que de modo memorable hicieron los Padres conciliares cuando ingresaron solemnemente en esta Basílica; la entronización del Evangeliario, copia del que se utilizó durante el Concilio; y la entrega de los siete mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica, que haré al final, antes de la bendición.
Estos signos no son meros recordatorios, sino que nos ofrecen también la perspectiva para ir más allá de la conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente en el movimiento espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para hacerlo nuestro y realizarlo en su verdadero sentido. Y este sentido ha sido y sigue siendo la fe en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso interior de comunicar a Cristo a todos y a cada uno de los hombres durante la peregrinación de la Iglesia por los caminos de la historia.
El Año de la fe que hoy inauguramos está vinculado coherentemente con todo el camino de la Iglesia en los últimos 50 años: desde el Concilio, mediante el magisterio del siervo de Dios Pablo VI, que convocó un «Año de la fe» en 1967, hasta el Gran Jubileo del 2000, con el que el beato Juan Pablo II propuso de nuevo a toda la humanidad a Jesucristo como único Salvador, ayer, hoy y siempre. Estos dos Pontífices, Pablo VI y Juan Pablo II, convergieron profunda y plenamente en poner a Cristo como centro del cosmos y de la historia, y en el anhelo apostólico de anunciarlo al mundo. Jesús es el centro de la fe cristiana. El cristiano cree en Dios por medio de Jesucristo, que ha revelado su rostro. Él es el cumplimiento de las Escrituras y su intérprete definitivo. Jesucristo no es solamente el objeto de la fe, sino, como dice la carta a los Hebreos, «el que inició y completa nuestra fe» (12,2).
El evangelio de hoy nos dice que Jesucristo, consagrado por el Padre en el Espíritu Santo, es el verdadero y perenne protagonista de la evangelización: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). Esta misión de Cristo, este dinamismo suyo continúa en el espacio y en el tiempo, atraviesa los siglos y los continentes. Es un movimiento que parte del Padre y, con la fuerza del Espíritu, lleva la buena noticia a los pobres en sentido material y espiritual. La Iglesia es el instrumento principal y necesario de esta obra de Cristo, porque está unida a Él como el cuerpo a la cabeza. «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). Así dice el Resucitado a los discípulos, y soplando sobre ellos, añade: «Recibid el Espíritu Santo» (v. 22).
Dios por medio de Jesucristo es el principal artífice de la evangelización del mundo; pero Cristo mismo ha querido transmitir a la Iglesia su misión, y lo ha hecho y lo sigue haciendo hasta el final de los tiempos infundiendo el Espíritu Santo en los discípulos, aquel mismo Espíritu que se posó sobre él y permaneció en él durante toda su vida terrena, dándole la fuerza de «proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista»; de «poner en libertad a los oprimidos» y de «proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
El Concilio Vaticano II no ha querido incluir el tema de la fe en un documento específico. Y, sin embargo, estuvo completamente animado por la conciencia y el deseo, por así decir, de adentrase nuevamente en el misterio cristiano, para proponerlo de nuevo eficazmente al hombre contemporáneo.
A este respecto se expresaba así, dos años después de la conclusión de la asamblea conciliar, el siervo de Dios Pablo VI: «Queremos hacer notar que, si el Concilio no habla expresamente de la fe, habla de ella en cada página, al reconocer su carácter vital y sobrenatural, la supone íntegra y con fuerza, y construye sobre ella sus enseñanzas. Bastaría recordar [algunas] afirmaciones conciliares… para darse cuenta de la importancia esencial que el Concilio, en sintonía con la tradición doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, a la verdadera fe, a aquella que tiene como fuente a Cristo y por canal el magisterio de la Iglesia» (Audiencia general, 8 marzo 1967). Así decía Pablo VI, en 1967.
Pero debemos ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano II y lo inauguró: el beato Juan XXIII. En el discurso de apertura, presentó el fin principal del Concilio en estos términos: «El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina… Para eso no era necesario un Concilio... Es preciso que esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo» (AAS 54 [1962], 790. 791-792). Así decía el Papa Juan en la inauguración del Concilio.
A la luz de estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve entonces ocasión de experimentar: durante el Concilio había una emocionante tensión con relación a la tarea común de hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni encadenarla al pasado: en la fe resuena el presente eterno de Dios que trasciende el tiempo y que, sin embargo, solamente puede ser acogido por nosotros en el hoy irrepetible.
Por esto mismo considero que lo más importante, especialmente en una efeméride tan significativa como la actual, es que se reavive en toda la Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la nueva evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, es necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa, que son los documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha encontrado su expresión.
Por esto, he insistido repetidamente en la necesidad de regresar, por así decirlo, a la «letra» del Concilio, es decir a sus textos, para encontrar en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los documentos evita caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia adelante, y permite acoger la novedad en la continuidad.
El Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo en transformación.
Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe, dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar en el depisito de la fe que Cristo le ha confiado.
Los Padres conciliares querían volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí se abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las bases mismas del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían como propias en su verdad.
Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la misma que quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está contenida en sus documentos.
También la iniciativa de crear un Consejo Pontificio destinado a la promoción de la nueva evangelización, al que agradezco su especial dedicación con vistas al Año de la fe, se inserta en esta perspectiva. En estos decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor.
Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es cómo podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa.
Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia de Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino.
La primera lectura nos ha hablado de la sabiduría del viajero (cf. Sir 34,9-13): el viaje es metáfora de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha aprendido el arte de vivir y lo comparte con los hermanos, como sucede con los peregrinos a lo largo del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por casualidad se han multiplicado en estos años.
¿Por qué tantas personas sienten hoy la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo? Así podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cf. Lc 9,3), sino el evangelio y la fe de la Iglesia, de los que el Concilio Ecuménico Vaticano II son una luminosa expresión, como lo es también el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado hace 20 años.
Venerados y queridos hermanos, el 11 de octubre de 1962 se celebraba la fiesta de María Santísima, Madre de Dios. Le confiamos a ella el Año de la fe, como lo hice hace una semana, peregrinando a Loreto. La Virgen María brille siempre como estrella en el camino de la nueva evangelización.
Que ella nos ayude a poner en práctica la exhortación del apóstol Pablo: «La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente… Todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,16-17). Amén.
Editado por Antonio
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CON JESÚS EN MI VIDA
viernes, 26 de octubre de 2012
Credo Nicenoconstantinopolitano
"Creo en un solo DIOS, PADRE todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.
Creo en un solo Señor, JESUCRISTO, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz.
Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo; y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre. Y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.
Creo en el ESPÍRITU SANTO, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas.
Creo la iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo bautismo
para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén".
Creo en un solo Señor, JESUCRISTO, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz.
Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo; y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre. Y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.
Creo en el ESPÍRITU SANTO, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas.
Creo la iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo bautismo
para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén".
Los credos cristianos
Con motivo de haber
comenzado el pasado 11 de octubre el Año de la Fe, el Arzobispo de San Juan de
Cuyo, Mosn. Alfonso Delgado exhortó a toda la feligresía de San Juan a rezar
durante las Misas el Credo Nicenoconstatninopolitano.
Durante los concilios
ecuménicos de Nicea, en el 325 y Constantinopla, celebrado el 381, se enuncia
el llamado «credo niceo-constantinopolitano». Este credo resumió las respuestas
definitivas que solucionaron la crisis provocada por Arrio, que negaba la
divinidad de Jesucristo, afirmando la fe trinitaria, es decir, en Dios Padre,
Jesucristo Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.
Hay un segundo credo
ampliamente conocido en la Iglesia y que lleva el nombre de «credo de los
apóstoles». Es a estos dos credos a los cuales se adhieren las tres principales
vertientes del cristianismo: los católicos romanos, los protestantes y los
ortodoxos. Los distintos movimientos, denominaciones y grupos autodenominados
cristianos que no observen, enseñen, guarden o crean alguna de las
proposiciones contenidas en estos credos, son considerados como sectas.
Fuente: Wikipedia.org
Editado por Antonio
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CON JESÚS EN MI VIDA
jueves, 11 de octubre de 2012
11 de octubre: comienza el año de la fe
CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU
PROPRIO DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI CON LA QUE SE CONVOCA EL AÑO DE LA FE
PORTA FIDEI
1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de
comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para
nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón
se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone
emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf.
Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se
concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del
Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma
gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la
Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios que es
Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a
su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y
resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través
de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.
2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la
exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más
clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la
homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su
conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para
rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la
amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en
plenitud». Sucede hoy con
frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales,
culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando
la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no
sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible
reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al
contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya
así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que
afecta a muchas personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf.
Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir
de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a
creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4,
14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios,
transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como
sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la
enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el
alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna»
(Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también
hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de
Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es
ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo
es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la
salvación.
4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe.
Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura
del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del
Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012, se
celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la
Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo
II, con la intención de ilustrar a
todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto
del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los
Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis, realizándose mediante la colaboración de
todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y precisamente he convocado la
Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre
el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe
cristiana. Será una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial
en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la primera
vez que la Iglesia está llamada a celebrar un Año de la fe. Mi venerado
Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno parecido en 1967, para
conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el décimo noveno
centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un momento solemne para
que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera profesión de la misma
fe»; además, quiso que ésta fuera confirmada de manera «individual y colectiva,
libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca». Pensaba que de esa manera toda la Iglesia
podría adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para
purificarla, para confirmarla y para confesarla». Las grandes transformaciones que tuvieron lugar en aquel
Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración fuera todavía más evidente.
Ésta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de Dios, para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde
siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser
confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de
dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del
pasado.
5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una
«consecuencia y exigencia postconciliar», consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre
todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación.
He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario
de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para
comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según
las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su
esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y
asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la
Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el
Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el
siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para
orientarnos en el camino del siglo que comienza». Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a
propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro:
«Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y
llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria
de la Iglesia».
6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido
por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los
cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de
verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el Concilio, en la Constitución
dogmática Lumen
gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo, “santo, inocente, sin mancha”
(Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino
solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17), la Iglesia,
abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de
purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación. La Iglesia
continúa su peregrinación “en medio de las persecuciones del mundo y de los
consuelos de Dios”, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva
(cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor
resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y
dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el
misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que al
final se manifieste a plena luz».
En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica
y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio
de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a
los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf.
Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva
vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo
que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta vida
nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección.
En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los afectos, la
mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman lentamente,
en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que
actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de
pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2;
Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de
Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como
ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos
los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae
hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia
y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por
eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de
una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a
encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los
creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca
puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor
que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace
fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio
fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger
la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como
afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo». El santo Obispo de Hipona tenía buenos
motivos para expresarse de esta manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda
continua de la belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en
Dios. Sus numerosos escritos,
en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún
hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas
personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la «puerta
de la fe».
Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para
poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in
crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como
más grande porque tiene su origen en Dios.
8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos de todo
el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que
el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe. Queremos celebrar
este Año de manera digna y fecunda. Habrá que intensificar la reflexión
sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al
Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo
cambio como el que la humanidad está viviendo. Tendremos la oportunidad de
confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo
el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta
con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras
la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas, así como las
parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán
la manera de profesar públicamente el Credo.
9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a
confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y
esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la
celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la
Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también
la fuente de donde mana toda su fuerza». Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de
vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la
fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree,
es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este
Año.
No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a
aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para
no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con
unas palabras de profundo significado, cuando en un sermón sobre la
redditio symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del
sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno
a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de
la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor.
[…] Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y
corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando
estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que,
incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón».
10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender
de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también
con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena
libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda entre el acto con el que
se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento. El apóstol
Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad cuando escribe: «con el corazón
se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica
que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la
gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.
A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que
Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el Evangelio
a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón para
que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que encierra la
expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de los contenidos
que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario
de la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar
en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de
Dios.
Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un
compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho
privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este
«estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe,
precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad
social de lo que se cree. La Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda
evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la
propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y
fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.
La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario.
En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad
cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo
de los creyentes para alcanzar la salvación. Como afirma el Catecismo de la
Iglesia Católica: «“Creo”: Es la fe de la Iglesia profesada personalmente
por cada creyente, principalmente en su bautismo. “Creemos”: Es la fe de la
Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por
la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”, es también la Iglesia, nuestra
Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: “creo”,
“creemos”».
Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial
para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con
la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la
fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El
asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta
libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios
mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor.
Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto
cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el
sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta
búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por
el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto,
lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre». Esta exigencia constituye una invitación
permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino
para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido. La fe nos invita y nos abre totalmente a
este encuentro.
11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos
pueden encontrar en el Catecismo de la
Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los
frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución apostólica
Fidei
depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de
la apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este
Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida
eclesial... Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como
instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial».
Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un
compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de
la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la
Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de
la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil
años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los
Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una
memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre
la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su
vida de fe.
En su misma estructura, el Catecismo de la
Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los
grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo
lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive
en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida
sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción
de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría
eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los
cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo
sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la
fe, la liturgia y la oración.
12. Así, pues, el Catecismo de la
Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento
de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de
los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural. Para ello, he
invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los
Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se
ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este
Año de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y
evangelizar.
En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de
interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy,
reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y
tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe
y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por
caminos distintos, tienden a la verdad.
13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la
historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse
de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran
contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y
desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo
debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin
de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.
Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y
completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo
afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al
drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y
la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en
el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con
nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección.
En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los
ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de
salvación.
Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que
sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En
la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas
que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y
temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf.
Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para
salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe
siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf.
Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de
Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51),
los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el
Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).
Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt
10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que
está presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11, 20). Vivieron en
comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una
nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos después de
su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero,
siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,
15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la
que fueron testigos fieles.
Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la
enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía,
poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los hermanos
(cf. Hch 2, 42-47).
Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del
Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor
don del amor con el perdón de sus perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo
para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad,
signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar. Por la fe,
muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia, para hacer
concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los
oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).
Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el
libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los
siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar
testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y
el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor
Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.
14. El Año de la fe será también una buena oportunidad para
intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora
subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas
es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre
atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno,
hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa
fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y
alguno de vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo
necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen
obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras,
muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”»
(St 2, 14-18).
La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento
constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de
modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos
dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el
primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque
precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos
reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. «Cada
vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia que no
se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él
cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo
amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el
camino de la vida. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro
compromiso en el mundo, aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los
que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).
15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo
que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando
era niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos esta invitación como dirigida a
cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es
compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las
maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los
tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un
signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo
necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados
en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el
corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no
tiene fin.
«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3,
1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con
Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la
garantía de un amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro
proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora
sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra
fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego,
merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo
visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con
un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación
de vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la
experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la
soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio
de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida,
a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los
sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son preludio de la alegría y la
esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2
Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido
el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente
entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia,
comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la
reconciliación definitiva con el Padre.
Confiemos a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído»
(Lc 1, 45), este tiempo de gracia.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de
mi Pontificado.
Por Benedicto XVI
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CON JESÚS EN MI VIDA
viernes, 5 de octubre de 2012
La más amplia comunión de la familia
La comunión conyugal constituye
el fundamento sobre el cual se va edificando la más amplia comunión de la
familia, de los padres y de los hijos, de los hermanos y de las hermanas entre
sí, de los parientes y demás familiares.
Esta comunión radica en los
vínculos naturales de la carne y de la sangre y se desarrolla encontrando su
perfeccionamiento propiamente humano en el instaurarse y madurar de vínculos
todavía más profundos y ricos del espíritu: el amor que anima las relaciones
interpersonales de los diversos miembros de la familia, constituye la fuerza
interior que plasma y vivifica la comunión y la comunidad familiar.
La familia cristiana está llamada
además a hacer la experiencia de una nueva y original comunión, que confirma y
perfecciona la natural y humana. En realidad la gracia de Cristo, el
Primogénito entre los hermanos, es por su naturaleza y dinamismo interior una
«gracia fraterna como la llama santo Tomás de Aquino. El Espíritu Santo,
infundido en la celebración de los sacramentos, es la raíz viva y el alimento
inagotable de la comunión sobrenatural que vincula a los creyentes con Cristo y
entre sí en la unidad de la
Iglesia de Dios. Una revelación y actuación específica de la
comunión eclesial está constituida por la familia cristiana que también por
esto puede y debe decirse «Iglesia doméstica».
Todos los miembros de la familia,
cada uno según su propio don, tienen la gracia y la responsabilidad de
construir, día a día, la comunión de las personas, haciendo de la familia una
escuela de humanidad más completa y más rica: es lo que sucede con el cuidado y
el amor hacia los pequeños, los enfermos y los ancianos; con el servicio
recíproco de todos los días, compartiendo los bienes, alegrías y sufrimientos.
Un momento fundamental para
construir tal comunión está constituido por el intercambio educativo entre
padres e hijos, en que cada uno da y recibe. Mediante el amor, el respeto, la
obediencia a los padres, los hijos aportan su específica e insustituible
contribución a la edificación de una familia auténticamente humana y cristiana.
En esto se verán facilitados si los padres ejercen su autoridad irrenunciable
como un verdadero y propio «ministerio», esto es, como un servicio ordenado al
bien humano y cristiano de los hijos, y ordenado en particular a hacerles
adquirir una libertad verdaderamente responsable, y también si los padres
mantienen viva la conciencia del «don» que continuamente reciben de los hijos.
La comunión familiar puede ser
conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en
efecto, una pronta y generosa disponibilidad de todos y cada uno a la
comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia
ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con
violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión: de aquí las
múltiples y variadas formas de división en la vida familiar. Pero al mismo
tiempo, cada familia está llamada por el Dios de la paz a hacer la experiencia
gozosa y renovadora de la «reconciliación», esto es, de la comunión
reconstruida, de la unidad nuevamente encontrada. En particular la
participación en el sacramento de la reconciliación y en el banquete del único
Cuerpo de Cristo ofrece a la familia cristiana la gracia y la responsabilidad
de superar toda división y caminar hacia la plena verdad de la comunión querida
por Dios, respondiendo así al vivísimo deseo del Señor: que todos «sean una
sola cosa.
La familia, comunión de personas
En el matrimonio y en la familia
se constituye un conjunto de relaciones interpersonales —relación conyugal,
paternidad-maternidad, filiación, fraternidad— mediante las cuales toda persona
humana queda introducida en la «familia humana» y en la «familia de Dios», que
es la Iglesia.
El matrimonio y la familia
cristiana edifican la Iglesia ;
en efecto, dentro de la familia la persona humana no sólo es engendrada y
progresivamente introducida, mediante la educación, en la comunidad humana,
sino que mediante la regeneración por el bautismo y la educación en la fe, es
introducida también en la familia de Dios, que es la Iglesia.
La familia humana, disgregada por
el pecado, queda reconstituida en su unidad por la fuerza redentora de la
muerte y resurrección de Cristo. El matrimonio cristiano, partícipe de la
eficacia salvífica de este acontecimiento, constituye el lugar natural dentro
del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia
de la Iglesia.
El mandato de crecer y
multiplicarse, dado al principio al hombre y a la mujer, alcanza de este modo
su verdad y realización plenas.
Los hijos, don preciosísimo del
matrimonio
Según el designio de Dios, el
matrimonio es el fundamento de la comunidad más amplia de la familia, ya que la
institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la
procreación y educación de la prole, en la que encuentran su coronación.
En su realidad más profunda, el
amor es esencialmente don y el amor conyugal, a la vez que conduce a los
esposos al recíproco «conocimiento» que les hace «una sola carne», no se agota
dentro de la pareja, ya que los hace capaces de la máxima donación posible, por
la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva
persona humana. De este modo los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan
más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo
permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de
la madre.
Al hacerse padres, los esposos
reciben de Dios el don de una nueva responsabilidad. Su amor paterno está
llamado a ser para los hijos el signo visible del mismo amor de Dios, «del que
proviene toda paternidad en el cielo y en la tierra».
Sin embargo, no se debe olvidar
que incluso cuando la procreación no es posible, no por esto pierde su valor la
vida conyugal. La esterilidad física, en efecto, puede dar ocasión a los
esposos para otros servicios importantes a la vida de la persona humana, como
por ejemplo la adopción, la diversas formas de obras educativas, la ayuda a
otras familias, a los niños pobres o minusválidos.
Editado por Antonio
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