jueves, 4 de febrero de 2010

Ser discípulo de Jesús

El Movimiento de la Palabra de Dios, surgido de un retiro pascual en 1974, procura ser una comunidad de discípulos del Señor según la gracia derramada desde entonces. Esta breve síntesis presenta los elementos pastorales recogidos durante 30 años. Actualmente el Movimiento posee 380 grupos discipulares y trabaja en 7 países.
El camino discipular, con la gracia de Dios, es consecuencia del anuncio del kerigma pascual de Jesús con la unción del Espíritu Santo. Tal anuncio gusta tener como horizonte y referencia la vida de los primeros cristianos de la Iglesia apostólica, descripta en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas y escritos del Nuevo Testamento, en el contexto de la vida actual del mundo y de la Iglesia en él.
El discipulado supone una opción de vida por Jesús. Para el discípulo, creer es hacer opciones. En esto su fe se diferencia de aquella expresada básicamente como cumplimiento de obligaciones (aunque él no las desecha) en una práctica cultual como costumbre, herencia familiar o rutina sacramental. Es, por tanto, una opción que busca hacer del Evangelio un estilo de vida antes que un compromiso de actividad apostólica. La actividad evangelizadora, misionera y social del discípulo surge como consecuencia de un compromiso de vida que le permite avalar testimonialmente su actividad religiosa y social.
La opción discipular supone, en primer lugar, la conversión a Jesús como Salvador del pecado personal y social que hay en el mundo. La conversión lleva a ser bautizados en la Pascua de Jesús (Rom 6,3-4) o sacramentalmente reconciliados para llevar una Vida nueva.
En segundo lugar supone, fundamentalmente, reconocer a Jesús como Señor y entregarle la vida. La entrega de la vida como seguimiento de Jesús es lo que define la condición creyente del discípulo. El discípulo no sólo quiere ser salvado por Jesús sino que desea seguirlo en un estado de vida digno de su enseñanza. Jesús es reconocido y aceptado como Maestro de la Vida eterna (Lc 18,18-23).
El discipulado no es un estado de vida sino un modo de responderle al Señor. El discípulo también tiene un estado de vida en el matrimonio, la consagración, el sacerdocio, la vida soltera transitoria o no, etc.
Esta fe discipular se recibe desde un anuncio radical del Evangelio como invitación ("si quieres") a convertirse, salir de sí y vivir el amor de Dios entre los hombres bajo el señorío de Jesús. De aquí surge en el discípulo una actitud disponible, servicial y misional.
La entrega del discípulo incluye la vida y los bienes (cf. Lc 14,25-33). La vida, para poder construir la "torre" de la santidad. Los bienes son evangelizados discerniendo vivir con lo necesario y, además, compartiéndolos de acuerdo con las necesidades del prójimo.
Este anuncio evangélicamente radical supone una revisión de la imagen natural de Dios con que viven muchos creyentes. De acuerdo con esa imagen, Dios no es, entonces, un Dios de Vida, conversión, agradecimiento y alabanza. Es un Dios de justicia y obligaciones; un Dios poderoso al que hay que temer y a quien hay que recurrir especialmente para las necesidades. El principal vínculo con Él es vivir en gracia para no condenarse y una oración de petición frente a los límites y necesidades humanas.
Esta imagen de Dios lleva a expresar la vida religiosa desde la perspectiva de lo obligatorio más que a estar responsablemente vinculados con Dios desde la gratuidad del amor: «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).
El discípulo, desde la entrega pascual de Jesús y la efusión del Espíritu Santo, es consciente de que Dios es Amor (cf. 1 Jn 4,16b; Jn 3,16). Es un Dios que lo llama a vivir fraternalmente en la santidad de su Amor (cf. 2 Jn 4-6).
El discípulo reconoce como mandamiento nuevo de Jesús lo expresado por él, en el contexto de la Última Cena según el evangelio de san Juan: «Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13,34-35). Este mandamiento vivido define, existencialmente, su identidad y lo compromete con el medio ambiente eclesial y social.
El mandamiento nuevo lo hace propenso, también, a constituir comunidades fraternas —convivenciales o no convivenciales— para vivir desde allí su fe y su vida con un sentido testimonial, evangelizador y misionero. Al proyectar la Iglesia sobre el siglo XXI, el Papa Juan Pablo II hablaba de hacer de ella la casa y la escuela de la comunión. Y añadía: «Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión» (cf. NMI, 43). Pero esto es el espíritu de una realización pastoral centrada en el mandamiento de Jesús: «Nuestra programación pastoral se inspirará en el 'mandamiento nuevo' que Él nos dio (Jn 13,34)» (cf. NMI, 42).
Las comunidades discipulares constituyen —en esta civilización con tantos antivalores deshumanizantes— la reserva de un tejido social sano por su convocatoria y trabajo en la juventud, la familia y la niñez. Y también, un tejido eclesial evangélico desde un laicado renovado en el espíritu de sus vidas. Así, las comunidades guardarán una reserva de humanidad nueva para el futuro histórico.
El discípulo, al reconocerse como imagen y semejanza de un Dios trinitario en Personas divinas, adquiere conciencia de que el hombre es persona en comunidad y aspira no sólo a la santidad personal sino también comunitaria.
En nuestra experiencia, es habitual que el testimonio del amor mutuo genere vínculos fraternos que despiertan el interés y admiración de los que se acercan a una comunidad discipular. Allí reciben espontáneamente el mensaje de que Dios es Amor y quiere que los hombres vivan en ese amor filial y fraterno. Esto hace recordar el testimonio que los paganos daban de los cristianos primitivos: «¡Miren cómo se aman!» Por este testimonio, muchos se incorporan a las comunidades y regresan a la vida sacramental.
Así se cumple el anhelo de Jesús: «Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me enviaste» (Jn 17,21). Porque el amor, hecho realidad de vida y comunidad (cf. Hch 2,42-47 y 4,32-37) es, por sí mismo, testimonio evangelizador. Lo expresaba también Juan Pablo II en su documento sobre el laicado: «La comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión… La misión es para la comunión» (cf. ChL 31-32).
Creo que hay que anteponer, o hacer paralela a la enseñanza catequística y la práctica sacramental, una experiencia viva de Dios y de la fe. A esto puede ayudar el anuncio y contacto con la Palabra de Dios orientada a iluminar la propia vida. Y también una experiencia comunitaria de la fe y la oración abierta a la acción efusiva del Espíritu Santo.
En el camino del grupo comunitario discipular, el discípulo recibe un itinerario de evangelización permanente y de formación integral: humana, moral y espiritual, catequética y social. Así la formación sustenta, nocionalmente, con razones y motivos de esperanza (cf. 1 Pe 3,15b) y con una antropología trascendente, la experiencia y la vida de la fe que obra por amor (cf. Gál 5,6).
Desde esta base pastoral puede gestarse, por ejemplo, una parroquia comunitaria y evangelizadora. Es la experiencia de nuestra parroquia de Santa Lucía en la diócesis de Quilmes, Argentina. En ella se reúnen semanalmente 300 personas en comunidades discipulares. Éstas no son una elite espiritual aislada sino el fermento de la multitud parroquial (cf. Lc 6,17-18). Así están cubiertos todos los servicios diversos que se requieren en la evangelización, catequesis, caridad y sacramentalización. Las eucaristías cuentan con asistencia numerosa y participativa.
Para el discípulo, la Eucaristía —fuente y culmen de la Iglesia— es el sacramento en el que la carne del Cordero de Dios alimenta a su Pueblo como Pan de pascua para la Vida eterna. En la celebración litúrgica de una misa discipular se hace palpable el ambiente que, por la participación comunitaria, se torna evangelizador. Los discípulos de Jesús comparten la Palabra de Dios y se alimentan con el Cuerpo de Jesús para ser también ellos entrega eucarística para los demás.
El discípulo vivencia a María como la Madre del Pueblo de Dios entregada por Jesús, a Juan, en la cruz (cf. Jn 19,26-27). Ése es el lugar donde se manifiesta la alianza mesiánica entre Jesús y María. El discipulado le confía a María el cuidado de su Vida nueva y su anhelo de santidad. Y gusta invocarla como "Madre de Dios y Madre nuestra".
Jesús le puso a su apóstol Simón el nombre de Pedro, que significa piedra. El discípulo ve en el Pastor universal de Roma —el Papa— la piedra sobre la que Jesús ha edificado su Iglesia a pesar de sus debilidades y de la oposición de las fuerzas del infierno contra ella a lo largo de los siglos. Y toma para su vida de amor a la Palabra, la exhortación de Pedro en su primera carta: «Por su obediencia a la verdad, ustedes se han purificado para amarse sinceramente como hermanos. Ámense constantemente los unos a los otros con un corazón puro, como quienes han sido engendrados de nuevo, no por un germen corruptible, sino incorruptible: la Palabra de Dios, viva y eterna» (1 Pe 1,22-23).
El discípulo ejercita el don del discernimiento integralmente y aprende a hacer un discernimiento de la cultura para ubicarse cristianamente en ella. Y en sus comunidades vive una cultura de la vida y la personalización en el amor fraterno y la Paternidad de Dios.
Creemos que la experiencia discipular de una fe comunitaria, orante y gozosa, aun en medio de las pruebas y dificultades (1 Tes 1,6b), es una realidad propia de la nueva evangelización. Una fe eclesial que puede crecer y propagarse a pesar del secularismo materialista de la vida y de un creciente laicismo por parte de muchos Estados. Es la belleza de la vida cristiana en medio de la indiferencia humana y religiosa del relativismo cultural.
Numerosos documentos de la Iglesia iluminan la condición discipular de la fe. Sólo queremos mencionar el espíritu del Concilio Vaticano II y su documento Gaudium et Spes, la encíclica Evangelii Nuntiandi de Pablo VI, la Redemptoris Missio de Juan Pablo II y las exhortaciones apostólicas de los sínodos continentales. Un aspecto para responder al creciente secularismo de la cultura y a la proliferación de las sectas es, además de la iluminación doctrinal, el cómo de una nueva expresión pastoral.
P. Ricardo Martensen
Editado por Antonio
Administrador del blog
CON JESÚS EN MI VIDA

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