viernes, 15 de enero de 2010

La renovación de la Iglesia que nos trae el Espíritu Santo (1º parte)

Queridos hermanos y hermanas, al inicio del nuevo año miramos la historia del cristianismo, para ver cómo se desarrolla una historia y cómo puede ser renovada. En ella podemos ver que son los santos, guiados por la luz de Dios, los auténticos reformadores de la vida de la Iglesia y de la sociedad. Maestros con la palabra y testigos con el ejemplo, saben promover una renovación eclesial estable y profunda, porque ellos mismos son profundamente renovados, están en contacto con la verdadera novedad: la presencia de Dios en el mundo.
Esta consoladora realidad, o sea, que en cada generación nazcan santos y traigan la creatividad de la renovación, acompaña constantemente la historia de la Iglesia en medio de las tristezas y de los aspectos negativos de su camino. Vemos, de hecho, siglo a siglo, nacer también las fuerzas de la reforma y de la renovación, porque la novedad de Dios es inexorable y da siempre nueva fuerza para seguir adelante. Así sucedió también en el siglo trece, con el nacimiento y el extraordinario desarrollo de las Órdenes Mendicantes: un modelo de gran renovación en una nueva época histórica. Éstos fueron llamados así por su característica de “mendigar”, es decir, de recurrir humildemente al apoyo económico de la gente para vivir el voto de pobreza y llevar a cabo su propia misión evangelizadora. De las Órdenes Mendicantes que surgieron en ese período, los más conocidos y más importantes son los Frailes Menores y los Frailes Predicadores, conocidos como Franciscanos y Dominicos. Se les llama así por el nombre de sus fundadores, Francisco de Asís y Domingo de Guzmán respectivamente.
Estos dos grandes santos tuvieron la capacidad de leer con inteligencia “los signos de los tiempos”, intuyendo los desafíos que debía afrontar la Iglesia de su tiempo. Un primer desafío estaba representado por la expansión de varios grupos y movimientos de fieles que, aun inspirados por un legítimo deseo de una auténtica vida cristiana, se ponían a menudo fuera de la comunión eclesial. Estaban en profunda oposición a la Iglesia rica y hermosa que se había desarrollado precisamente con el florecimiento del monaquismo. En recientes catequesis me detuve sobre la comunidad monástica de Cluny, que había atraído a jóvenes, y por tanto fuerzas vitales, como también bienes y riquezas. Se había desarrollado así, lógicamente, en un primer momento, una Iglesia rica en propiedades y también inmóvil.
Contra esta Iglesia se contrapuso la idea de que Cristo vino a la Tierra pobre y que la verdadera Iglesia debería ser precisamente la Iglesia de los pobres; el deseo de una verdadera autenticidad cristiana se opuso así a la realidad de la Iglesia empírica. Se trata de los llamados movimientos pauperísticos de la Edad Media. Éstos rechazaban ásperamente el modo de vivir de los sacerdotes y de los monjes de aquel tiempo, acusados de haber traicionado el Evangelio y de no practicar la pobreza como los primeros cristianos, y estos movimientos contrapusieron al ministerio de los obispos una auténtica “jerarquía paralela”.
Además, para justificar sus propias elecciones, difundieron doctrinas incompatibles con la fe católica. Por ejemplo, el movimiento de los cátaros o albigenses volvió a proponer antiguas herejías, como la devaluación y el desprecio del mundo material –la oposición contra la riqueza se convierte velozmente en oposición contra la realidad material en cuanto tal–, la negación de la libre voluntad, y después el dualismo, la existencia de un segundo principio del mal equiparado a Dios.
Estos movimientos tuvieron éxito, especialmente en Francia y en Italia, no solo por su sólida organización, sino también porque denunciaban un desorden real en la Iglesia, causado por el comportamiento poco ejemplar de varios representantes del clero. Los Franciscanos y los Dominicos, en la estela de sus fundadores, mostraron, en cambio, que era posible vivir la pobreza evangélica, la verdad del Evangelio como tal, sin separarse de la Iglesia; mostraron que la Iglesia sigue siendo el verdadero, auténtico lugar del Evangelio y de la Escritura. Es más, Domingo y Francisco sacaron precisamente de su íntima comunión con la Iglesia y con el Papado la fuerza de su testimonio. Con una elección completamente original en la historia de la vida consagrada, los miembros de estas órdenes no sólo renunciaban a la posesión de bienes personales, como hacían los monjes desde la antigüedad, sino que ni siquiera querían que se pusieran a nombre de la comunidad terrenos y bienes inmuebles. Pretendían así dar testimonio de una vida extremadamente sobria, para ser solidarios con los pobres y confiar sólo en la Providencia, vivir cada día de la Providencia, de la confianza de ponerse en las manos de Dios.
Este estilo personal y comunitario de las Órdenes Mendicantes, unido a la total adhesión a las enseñanzas de la Iglesia y a su autoridad, fue muy apreciado por los Pontífices de la época, como Inocencio III y Honorio III, que ofrecieron su completo apoyo a estas nuevas experiencias eclesiales, reconociendo en ellas la voz del Espíritu. Y los frutos no faltaron: los movimientos pauperísticos que se habían separado de la Iglesia volvieron a entrar en la comunión eclesial o, lentamente, se redimensionaron hasta desaparecer.
También hoy, a pesar de vivir en una sociedad en la que a menudo prevalece el “tener” sobre el “ser”, se es muy sensible a los ejemplos de pobreza y solidaridad, que los creyentes ofrecen con elecciones valientes. Hoy no faltan iniciativas similares: los movimientos, que parten realmente de la novedad del Evangelio y lo viven con radicalidad en la actualidad, poniéndose en las manos de Dios, para servir al prójimo. El mundo, como recordaba Pablo VI en la Evangelii nuntiandi, escucha de buen grado a los maestros, cuando son también testigos. Esta es una lección que no hay que olvidar nunca en la obra de difusión del Evangelio: vivir los primeros aquello que se anuncia, ser espejo de la caridad divina.
Por Benedicto XVI 13/1/10
Editado por Antonio
Administrador del blog
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